71. Aprender a Comulgar

Hostia y Uvas71.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

71.2. Hoy, con la bondad de Dios, quiero empezar a enseñarte a comulgar. Tu destino, es decir, la meta y final de tu camino, es el Cielo, ¿no es verdad? ¿Y qué es el Cielo, sino la prolongación, ya sin límite alguno, de lo que te sucede cuando comulgas? ¡Si no aprendes a comulgar no sé a qué vas a venir al Cielo, donde nada existe si no es la dulce, perpetua y profunda comunión con Dios y con su Hijo Jesucristo!

71.3. Cuando eras niño, fuiste preparado para la Primera Comunión. Meses de catequesis te condujeron a aquella fecha, preciosa para mí, en que Cristo llegó de modo nuevo y más íntimo a enriquecer tu alma con los bienes de su amor incomparable de Amigo. Esas enseñanzas fueron un bien muy grande para tu corazón de niño, aunque quizá no tuvieras entonces todo el ardor que hubiera sido de desear. Yo no vengo aquí a repetirte esas catequesis, sino en cierto modo a contarte lo que no te dijeron en aquel entonces, y que sería muy bueno que se le dijera a los niños, y en verdad a todos los que van a acercarse al Banquete Eucarístico.

71.4. Lo primero, en efecto, que debes saber es que se comulga con todo el ser. Cristo se dio entero y así debe ser acogido. Escuchar la palabra de Cristo es comulgar con Ella; invocar al Espíritu Santo que ungió a Cristo es comulgar con esa unción; abrazar y servir a los pobres de Cristo es comulgar con su pobreza. En cada uno de estos actos hay una genuina comunión con el Redentor, una comunión que es válida y fructuosa, infinita en sí misma, porque es infinito lo que puede recibirse del Señor.

71.5. Pero, siendo infinitas, estas comuniones son a su modo limitadas, porque lo que tiene una falta a la otra. Así por ejemplo, la escucha de la Palabra es comunión de tu mente, y la bendición de tu mano al enfermo es comunión de tu cuerpo, pero el cuerpo del enfermo no tiene la santidad de la Palabra ni la luz de la Palabra está perfectamente expresada en la miseria del enfermo. Esto no es obstáculo para recibir a Cristo, ni te lo digo para que descuides una cosa o la otra, sino sólo para que percibas las limitaciones de todas los actos de la vida del cristiano, y cuánto los supera la Comunión Eucarística. El enfermo es una imagen viva de Cristo, y la Sagrada Escritura es verdadera palabra suya, pero ningún enfermo contiene todo el misterio de Cristo y ningún versículo, ni la Biblia entera, contiene en sí toda la sabiduría de Cristo. Tanto el enfermo como el pasaje bíblico son puertas amplias y generosas a la intimidad con Jesucristo, pero de suyo no le agotan, porque en sí mismas no pueden hacerle completamente presente.

71.6. Caso diferente es el de la Sagrada Eucaristía. Ella es el compendio de todos sus discursos, de todos sus actos y de todos sus padecimientos. Cristo sanó a muchos enfermos, pero sólo una vez en toda su vida dijo: “Esto es mi Cuerpo.” Cristo predicó muchas veces, pero sólo una vez se refirió a algo fuera de sí para decir: “Esto soy yo.” Cristo sufrió mucho y de muchas maneras, pero sólo de esta augusta cena dijo: «¡Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer!» (Lc 22,15).

71.7. Por esta razón, no hay palabra de Cristo que no pueda referirse a la Eucaristía. ¿Qué predicó Cristo? De algún modo Marcos lo resume así: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). Ese “tiempo cumplido,” ¿a qué alude sino a las antiguas promesas? ¿Y qué lees que fue prometido a los primeros padres, a los patriarcas y a los reyes? Tus primeros padres oyeron aquella palabra impresionante dirigida a la serpiente: «Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar» (Gén 3,15). ¿Cuándo fue pisoteada la cabeza de la serpiente? En la Pascua de Jesucristo, pues Él mismo dijo, poco antes de su pasión: «el Príncipe de este mundo está juzgado» (Jn 16,11). De esta Pascua que es tu victoria te habla aquel Pan Eucarístico del que dijo Nuestro Señor: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22,19).

71.8. A Abraham, primero entre los patriarcas se le prometió: « De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición… Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra» (Gén 12,2-3). ¿Cuál es esa inmensa descendencia? Pablo te responde: «Si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Gál 3,29). ¿Cuándo llega un hombre mortal a ser plenamente “de Cristo”? De nuevo Pablo tiene una respuesta para ti: «La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?» (1 Cor 10,16).

71.9. A David, el más grande de los reyes del Antiguo Testamento se le dijo: «Yahveh te anuncia que Yahveh te edificará una casa. Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí; tu trono estará firme, eternamente» (2 Sam 7,11-12.17). Ahora bien, los libros de los Reyes y de las Crónicas te cuentan los desastres de esa descendencia de David. Es que tal promesa sólo tendría su cumplimiento en Cristo, el «Hijo de David» (Mt 1,1; 1,20; 9,27; 15,22; 20,30; 21,9.15; 22,42; Lc 1,32; 1,69; 2,4; 3,31; Jn 7,42), que dijo de sí mismo, a las puertas de su horrenda y a la vez bienaventurada pasión: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para est he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18,37). Este es el Cristo que al instituir el Divino Sacramento dijo: «Ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día aquel en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre» (Mt 26,28-29). ¡Esa era la Alianza Eterna que le había sido anunciada a David!

71.10. Jesús predicó no sólo que el tiempo se había cumplido, es decir, que llegaba la consumación de lo prometido, sino que añadió: «El Reino de Dios está cerca» (Mc 1,15). ¿En dónde se cumple plenamente esta proximidad del Reino? ¿Cuál es su máxima cercanía? Si revisas la Escritura nunca encontrarás tan cercano a Dios como en la Ultima Cena. Fue en ella cuando abrió su corazón a los discípulos y les dijo: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas; yo, por mi parte, dispongo un Reino para vosotros, como mi Padre lo dispuso para mí, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino y os sentéis sobre tronos para juzgar a las doce tribus de Israel» (Lc 22,28-30).

71.11. Ahora bien, este Reino anunciado en la Cena no tiene su plenitud sin la efusión del Espíritu Santo, pues la llegada del Reino en cierto modo se identifica con la donación del Espíritu, ya que Cristo dice: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12,28), y también: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3,5); Pablo añade: «El Reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo» (Rom 14,17).

71.12. Mas precisamente esta es la grandeza de la Santa Cena, que es una comida “espiritual,” pues aquel que se alimenta de Cristo recibe comida y bebida espiritual, según enseña Pablo refiriéndose a los hebreos, donde dice: «Todos comieron el mismo alimento espiritual; y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que les seguía; y la roca era Cristo» (1 Cor 10,3-4). Sobre esto tendré que hablarte otra vez, pues aquí precisamente está una de las radicales deficiencias en la manera de comulgar de los cristianos: no han asimilado en su corazón que se trata de un alimento espiritual, y por eso lo tratan como si fuera un puro símbolo, aunque en su mente digan y con sus labios proclamen que se trata del Cuerpo y de la Sangre de su Salvador.

71.13. Jesús predicó: «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1,15). ¿En dónde es más fuerte este llamado a la conversión, sino allí donde con más fuerza se predica la Buena Nueva? ¿Y hay acaso una noticia más grande o mejor que la que te anuncia el Divino Sacramento? Este sacramento santísimo está unido inseparablemente a las palabras de quien lo instituyó, es decir, a las cláusulas de una alianza de amor que no puede ser más favorable al corazón humano: «Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío… Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,19-20). ¿Conoces una “Buena Nueva” mejor que ésta, en la que, por su propio testimonio, el Hijo Unigénito de Dios te anuncia que entrega su Cuerpo y su Sangre para redención tuya?

71.14. Ves así cómo lo esencial de toda la predicación de Jesucristo está bien compendiado en este sacramento de amor. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.