3. Sólo A Cristo Debéis Mirar

3.1. He llegado a mi habitación después de una pequeña jornada de predicación y confesión. Y he pensado que soy inmensamente feliz por la amistad celestial que Dios me ha concedido.

3.2. La palabra que describe nuestro ser de Ángeles es “firmeza”; la que describe vuestro ser de hombres es “cambio”. No es que nosotros seamos firmes por nosotros mismos, sino por la unión de todo nuestro amor con Aquel a quien contemplan nuestros ojos. De esta unión nace nuestra firmeza. Como vosotros, mientras sois peregrinos, carecéis de una unión semejante, vuestros actos van generalmente marcados por la discontinuidad, la ruptura y la contradicción. Tal es vuestra fragilidad.

3.3. Sin embargo, la Sabiduría de Dios tomó esa fragilidad como camino de una nueva fortaleza, una fortaleza que nosotros los Ángeles no conocíamos, y que fue la que se dio en la vida del Verbo Humanado. Es de máxima importancia que contempléis la fortaleza de Cristo mientras anduvo en vuestra tierra, porque ella y sólo ella es vuestra posibilidad de perseverar en el bien, lo cual, como bien sabes y como Él mismo dijo, es el único modo de salvación para vosotros.

3.4. La fortaleza de Dios Padre no es modelo para vosotros, porque vuestra naturaleza es distinta de la de Él. Nuestra fortaleza de Ángeles no es modelo vuestro porque en nosotros ya no cabe propiamente tentación, y en vosotros sí. Sólo a Cristo debéis mirar, y en su Humanidad Santísima encontrar el camino de vuestra humanidad vacilante. Quiero que sepas que no es posible dominio del Enemigo sobre quien está unido a Cristo.

3.5. Puedes entender cuál y cuán grande es su victoria por esta comparación: así como la contemplación de la naturaleza divina es nuestro gozo y nuestra fortaleza en el Cielo, al punto que no existe propiamente tentación para nosotros los Ángeles, así también la contemplación de la naturaleza humana del Verbo Encarnado es vuestro gozo y fortaleza en la tierra, y no hay tentación que pueda sobrepujar a la fuerza que de allí brota. Donde está Cristo está el Cielo, con toda su fuerza, firmeza y belleza. En nadie es tan patente esta sublime verdad como en la Reina tuya y mía, nuestra amada Virgen María. Se extrañaron algunos, que incluso se preciaban de cristianos, cuando empezó a predicarse abiertamente que María jamás había cometido pecado. Razón había para extrañarse, porque excepción tan notable no se había encontrado nunca en los caminos de la tierra. Ni Lucifer en toda su perspicacia pudo suponerlo, aunque de algún modo lo temía. Ahora todo se sabe: Ella conservó por gracia la unión más estrecha imaginable con el Verbo, de modo tal que su naturaleza se vio como impulsada a reservarse para Él de un modo arcano que, si le hubieras preguntado, ni siquiera Ella misma te lo hubiera podido explicar.

3.6. Esta es la virginidad de la mente y del corazón, que en Ella sobrepasa no sólo lo que nosotros los Ángeles sabemos, sino incluso lo que puede deducirse o imaginarse a partir de lo que sabemos. No ha existido creatura que de tal modo y con tal intensidad unívoca se haya reservado para Dios. Es tal esta unión, la cual ciertamente tiene su origen en un designio del mismo Dios, que Dios fue para Ella casi más natural pensamiento que su propio ser o que cualquier cosa creada, aunque también es cierto que nunca dejó Ella de contemplar junto a la grandeza de Dios la hondura de su propia nada de creatura.

3.7. Por ello Cristo fue su pensamiento; no sólo lo que Ella pensaba, sino su pensamiento, porque, si te hubieras podido asomar a su entendimiento, lo hubieras visto de tal modo conforme a la Palabra que no hubieras dicho otra cosa, sino que Ella había concebido a la Palabra, la cual vivía en su mente con su propia vida divina mucho antes del misterio inefable de la Encarnación. Y por esto, aunque parezca imposible una existencia humana sin pecado, debes enseñar que lo que era realmente imposible es que Ella hubiera pecado. ¡Ella llevaba la vida de Dios en su alma!

3.8. Así has de obrar tú, según el modelo que te he mostrado en la Santísima Virgen, pues Ella es señal de santidad para todos los cielos y los cielos de los cielos. Aunque no debe decirse propiamente que nosotros los Ángeles aprendemos, pues no hay en nosotros discurrir del entendimiento, ya que no hay tiempo, tú puedes predicar que nosotros somos perpetuos discípulos del amor y la ciencia que hay en el alma de María Santísima. Y no sientas escrúpulo ni pienses que al hablar así dices una mentira o una exageración, sino más bien que apelas a una imagen cercana a tus oyentes para que todos sepan que la victoria de Dios en la creatura ha alcanzado cima tan alta como la que ves en la humilde y gloriosa Virgen María.

3.9. Y si me preguntares si cabe imaginar santidad mayor en alguna creatura, una que Dios no hubiera hecho todavía, te digo que esto ninguna creatura lo sabe, y hay dos razones muy fuertes para no saberlo. Primera, que nadie de nosotros conoce la medida exacta de la santidad de la Virgen. Sabemos que a todos los que existimos en la tierra y en el Cielo sobrepasa, pero nadie ha llegado hasta el final de esa santidad como para decirnos en dónde acaba. Y segunda, que tampoco conoce nadie toda la fuerza del poder de Dios, que es la fuente última de toda santidad en la creatura. Sí es verdad, y lo sabemos, que mayor despliegue de poder hace Dios en María, que si creara tantos universos como partículas tiene el universo que conoces; pero ¿qué es eso frente al infinito poder que le engalana y la sabiduría que ciñe todas sus obras?

3.10. Amigo, medita estas verdades en tu alma, y pronuncia mil veces el nombre de María.

3.11. Deja que te invite a la alegría. Dios te ama; su amor es eterno.

3.12. Entonces he dejado de escribir, y he pedido a Dios que me conceda un amor inmenso por la Virgen María.