Hablemos de neutralidad (10)

10. El Estado laico y algunas conclusiones

Mientras que el laicismo se propone eliminar la religión, por lo menos del ámbito público, un Estado laico es aquel que reconoce que no es de su competencia imponer ni suprimir lo religioso. Cuando el Estado usa su poder para oficializar una religión y la privilegia de modo que de hecho causa discriminación contra quienes tienen otra creencia en realidad no está sirviendo a la religión. Esta es una tentación casi invencible para el Estado confesional, como se sabe.

Por otra parte, cuando el Estado usa su poder para hacer retroceder la religión en el ámbito público, ya no es laico sino laicista. De modo que el Estado laico es algo así como el intermedio entre el laicista y el confesional.

Estas reflexiones dejan ver lo complejo de unas relaciones que, por un parte son inevitables, porque Estado e Iglesia están interesados en las mismas personas, y por otra parte son extraordinariamente dinámicas. Mientras que en teoría el mejor Estado sería el confesional con un gobierno sabio, humilde y piadoso, en la práctica puede ser preferible apostar por un Estado laico, entendiendo este ser “laico” del modo aquí expuesto. Los creyentes harán bien en moverse en la línea que va de lo laico a lo confesional, pero tendrán que buscar caminos para hacerse oír y para actuar cuando el Estado pretende moverse entre lo laicista y lo llamado religiosamente neutro. Ese es el resumen.

Con una nota adicional: nunca deberíamos olvidar el criterio que da Santo Tomás sobre las discusiones: es preciso encontrar el terreno común. Usualmente lo más práctico cuando los interlocutores propenden por el Estado laico, laicista, confesional o religiosamente neutro, lo mejor es entrar en la lógica de quien nos habla. Un par de ejemplos.

Para mostrar la irracionalidad de la supuesta neutralidad reinante, no hay como comparar la actitud ante las religiones, o ante una religión y otro sector de la población. Es relativamente frecuente ver que se ridiculiza la figura de Cristo en la televisión o el arte. Hay ya decenas de parodias estúpidas del cuadro de la Última Cena, por mencionar un punto. ¿Qué pasaría si se tomara el matrimonio de Mahoma con la viuda y se quisiera hacer una comedia de ello? Nadie lo hace; nadie se atreve. ¿Por qué? El diálogo que siga de ahí es interesante y útil.

Otro ejemplo, tomado de lo que decía el representante del Opus Dei en Estados Unidos, con respecto a la película del Código de Da Vinci: en esa película se presenta a la Iglesia como una secta de forajidos obrando de mala fe. ¿Qué pasaría si alguien presentara a Sony-Columbia Pictures como un grupo mafioso sin ningún escrúpulo? De nuevo, el diálogo que se siga será provechoso.

Lo más importante no es la conquista de poder, sino la conversión de más y más personas. Hay cristianos que pueden engañar a otros, e incluso a sí mismos, con la idea de que ganar el poder es el principio para obtener una sociedad justa, decente y piadosa. Jesús no avala ese modo de pensar. La codicia del poder, así se revista de “defensa de los valores” será siempre codicia del poder. La mejor manera de servir a Dios y a los hombres es amando ya, sirviendo ya, orando ya, y haciendo todo eso mientras escrutamos y limpiamos nuestros propios corazones sin cesar porque en ellas tratarán de entrar, con sutileza o descaro, la soberbia, la vanidad, la codicia, la avaricia, y todas las plagas que afligen los corazones humanos.

En el esfuerzo de ser verdaderos y limpios ante el Altísimo, y en el anhelo de servirle con los talentos que él mismo nos da, es posible que alguna vez encontremos que tenemos lo que este mundo llama “poder.” Lo único sensato en esos casos es temer por nosotros mismos, humillarnos y orar más, vigilar mucho el corazón y las propias motivaciones, y tratar de hacer el mayor bien posible con lo que tenemos, oyendo y discerniendo las voces que nos lleguen, con especial atención a las críticas. Otra manera de obrar creo que no sería inspirada por el evangelio de Jesucristo.