El Concilio Vaticano II, cuarenta años después (2)

El propósito del Concilio

Pero, ¿qué era lo que quería el Concilio como tal? Incluso la memoria de los Papas de aquella época, Juan XXIII y Pablo VI, se ve emborronada por la controversia. Ya he escrito antes algo sobre el Papa Bueno y sobre aquella palabra clave que él puso de moda: “aggiornamento“; guardadas las proporciones, bastante de esos escritos puede aplicarse a su inmediato sucesor.

Lo que creo que debe subrayarse ahora es que para estos Papas era perfectamente claro de dónde hacia adónde fluye el mensaje. Me explico: la Iglesia tiene algo esencial que decir aunque tenga que buscar nuevos modos de decirlo; el mensaje que la Iglesia predica no viene del mundo ni es un eco de lo que el mundo admite.

Esto supuesto, no podemos caer en la postura fácil: encerrarnos en los altos muros del clericalismo, meternos en un castillo de teología incomprensible para los no-iniciados, o disparar condenas al resto del mundo. Si Juan XXIII vio la oportunidad o incluso la necesidad del Concilio, ello indica algo. Hay quienes describen ese “algo” en términos fuertes: abandono progresivo de la Iglesia por parte de amplios sectores de la sociedad. Si uno revisa la historia de Occidente prácticamente desde el Renacimiento, lo que se ve es la progresiva pérdida de importantes grupos humanos para la Iglesia. Filósofos y científicos, primero; buena parte de los políticos o la clase dirigente después; la clase obrera a todo lo largo del siglo XIX; la mujer, a lo largo del siglo XX; buena parte de los jóvenes y niños, prácticamente en nuestros días.

Es un cuadro simplificado e injusto éste que presento pero ayuda a entender que el Concilio no surgió de un capricho personal ni fue tampoco una concesión benévola. Sería mejor decir que fue una “necesidad,” un intento vigoroso de sanar muchas divergencias. En efecto, siempre cabe decir: “nosotros somos los que vamos bien aquí por la senda estrecha, mientras que el mundo entero va a su propia perdición por el camino ancho,” pero hay un momento en que uno se atreve a preguntarse: ¿De veras es esa toda la explicación de lo que ven mis ojos? El Concilio fue eso; fue el ejercicio de sentarse y reflexionar sobre el desarrollo de los hechos. Más que las doctrinas, como había sucedido en prácticamente todos los anteriores Concilios Ecuménicos, en éste lo determinante fue el curso de los acontecimientos: fue un intento de leer la vida para poder escribir en ella con mayor honestidad y claridad.

Ahora bien, en la raíz de esas divergencias Iglesia-Mundo está lo humano. ¿Qué es lo humano? El mundo propone una versión de humanismo; su modelo es: “Apostemos por el hombre, por lo humano, por la Humanidad.” Hay mucho que clarificar en ese lenguaje pero sería torpe rechazarlo per se. Entre otras cosas porque si la Iglesia no puede dialogar sobre lo humano, ¿qué cabe decir de su propuesta sino que es contraria a los legítimos anhelos de la Humanidad?

Esto explicaría la famosa frase que sirve de portada al documento emblema del Concilio, la Constitución Gaudium et Spes:

El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristeza y angustia de los discípulos de Cristo, y nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad que ellos forman se halla integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinación hacia el Reino del Padre, y han recibido un mensaje de salvación que deben proponer a todos. Por ello, la Iglesia se siente, en verdad, íntimamente solidaria con el género humano y con su historia.