Adoración del misterio de la Cruz

Angel de mi Guarda,

celestial amigo,

signo precioso de la Providencia divina:

pues que no hallaré fácilmente

quien tanto y tan bien me ayude

como sabes tú ayudarme,

he venido a orar contigo,

y contigo a contemplar la obra de Dios.

Que tu angélica mirada irradie

sobre mis ojos

y que tu voz celeste

preste acento a mi canto

para que pueda yo proclamar al Valiente

que muriendo resultó Vencedor.

Porque en un día como este día,

murió mi Señor.

Sin razón lo condenaron

y sin justicia se lo llevaron.

En su piel grabaron

las culpas del mundo,

y él pudo contar en sus llagas

los pecados de esta Tierra.

Ataron sus brazos

para que no los abrazara;

clavaron sus manos

para que no los sanara;

fijaron sus pies

para que no los buscara,

y así apagaron la lumbre de esos ojos.

¡Oh Angel de Dios!

¡Oh mi amigo y benefactor!

Sé que cerraste tus ojos,

al ver los de Cristo cerrados;

sé que callaste un momento,

al no escuchar su palabra;

sé que golpeaste tu pecho,

al ver rasgarse el de Cristo;

sé que adoraste en silencio

aquel Amor Infinito.

Y hubo en verdad una tarde

en que los ángeles lloraron.

Angel bello que acompañas mis pasos:

tú sí sabes de inocencia.

Fuiste tú quien me explicó

que aquellas nubes oscuras

de la noche de la Cruz

en realidad arropaban

al Desnudo Cordero,

y en su misterio ocultaban

otro misterio mayor.

Y aquel fragor de las piedras

que se partían por medio,

¿qué era, sino el supremo esfuerzo

de la naturaleza

por acallar los insultos

y las mentiras y burlas

de los que gritaban blasfemias

al Hijo Santo de Dios?

Hubo en verdad una tarde

en que los ángeles lloraron.

Yo sé que hubo una tarde

en que sucedieron cosas inauditas.

Pero los ojos del mundo,

envejecidos de orgullo,

pervertidos y laxos,

no vieron nada.

Yo sé que hubo un ocaso

que vio morir al Sol más alto.

Pero los ojos del mundo,

lascivos y cansados,

cínicos y avaros,

no vieron nada.

Yo sé que hubo una noche,

más densa que tiniebla alguna,

que dejó a Jesús dormido

en un regazo de piedra,

como se siembra la semilla

al borde de la huerta.

Angel de Pureza,

Angel de la humilde adoración,

Angel del sincero fervor,

déjame orar contigo,

viendo muerta a la Vida;

que llore mi alma contigo,

por no tener ya palabras,

y que mis labios culpables

dejen también huella y beso

donde tus angélicos labios

besen a Cristo dormido.

Angel del Amor Encendido,

Angel de mi Guarda,

déjame bendecir contigo

al Misterio Inalcanzable,

a Jesucristo, Sacerdote y Hostia,

a tu Señor y el mío,

que para tu admiración y mi gratitud,

vierte hoy su Sangre,

–¡su Sangre, su muy preciosa Sangre!–.

¡Oh sí! ¡Es verdad!

Hubo, sí, una triste tarde

que vio brotar de tus ojos bellos

una lágrima de diamante.

Pero llegó también una mañana

–¡alegre, alegre como ninguna!–

que vio nacer en tus labios

un beso de gozosa alabanza

y un canto de altísimo regocijo

por la victoria de Aquel

que estuvo muerto

y ahora vive y reina por los siglos.

Celeste amigo:

hoy quiero, hoy más que nunca,

quedarme contigo:

contigo amar y adorar;

contigo interceder y alabar;

contigo contemplar y cantar;

contigo caminar y caminar

por ese Camino que es Jesucristo.

¡A él la gloria, el poder,

la bendición, la fortaleza,

y lo mejor –sólo lo mejor–

de nuestro amor!

Amén.