¿El programa del Papa?

Mirando al Papa; amándolo; rezando por él y con él; deseando de corazón ser fiel al camino que él nos muestra en nombre de Cristo vivo: con esas disposiciones he querido buscar ese “programa de gobierno” que Benedicto XVI no nos dio en la Misa de Inauguración de su Pontificado pero que ya parece bastante claro a tres meses de su servicio a la Iglesia Universal.

Descubro cuatro acentos o líneas-fuerza en sus predicaciones, intervenciones y acciones de gobierno o litúrgicas:

1. Este hombre realmente se considera a sí mismo un “trabajador de la viña del Señor.” Pertenece a Cristo y sabe que la Iglesia es de Cristo y no posesión de ninguna otra persona, institución o corriente. Saber que la Iglesia no es nuestra implica una profunda humildad y un sentido inmenso de comunión con los creyentes de todos los siglos. No somos una empresa que prepara la publicidad para el próximo otoño o que se angustia porque las ventas del segundo trimestre no responden a los presupuestos iniciales. Existimos de Cristo, en Cristo y para Cristo. El sacerdote, y en eso el Papa quiere dar claro ejemplo, no posee los misterios, sino que los sirve, y por ello su actitud es la del asombro agradecido, la del amor que adora; es la actitud del hermano que quiere con amor que todos se sienten a la mesa, pero entiende que el banquete sólo viene de Cristo y de nadie más, porque sólo él es alimento que alimenta.

2. De esta convicción honda y madurada nace la pasión indeclinable por la unidad de los cristianos. No es efectismo político; no es publicidad inscrita en lo políticamente correcto; no es retórica eclesiástica: es el dolor que parte el alma cuando se mira a Cristo orando y muriendo en la Cruz “para que seamos uno, para que el mundo crea.” Según Benedicto XVI sólo hay una manera de ser católico: luchando por la unidad restaurada y plena entre todos los que reconocemos a Jesucristo como Señor. No se trata de lograr un mínimos común denominador ni tampoco de forzar a que se catolicen los demás: es el compromiso de caminar con renovado ardor hacia Cristo para encontrar en él, que está más allá de todos, la paz y la unidad perfectas.

3. Benedicto XVI quiere una Iglesia más culta, en el mejor sentido de la palabra, esto es, una Iglesia más consciente de sus riquezas, que no son suyas, sino las que el Espíritu le ha dado. Una Iglesia así celebra con veinte siglos de juventud y de amor y no únicamente con las novedades o modas que seducen fácilmente a las multitudes. Nuestro Papa no rechaza el aplauso, no equiva el cariño; sabe que todo tiene su lugar en la acogida de la gracia de Dios por parte de las almas que no pueden sino gozarse de saberse amadas. Pero el Papa no quiere que dependamos sólo de emociones o éxitos volátiles. Las corrientes subterráneas de la virtud cotidiana, de la plegaria escondida, de la liturgia cuidada, hacen tanta o más falta para la buena salud del rebaño de Cristo. La apuesta del Papa va por una Iglesia feliz de ser amada y cuidada, una Iglesia que mira con gratitud lo recibido y desde su presente se lanza con paso firme y audaz hacia el futuro. Esto implica, en particular, renovada atención a los Padres de la Iglesia y renovado interés por una teología de sólidas bases y raíces hondas.

4. Benedicto XVI es europeo de corazón. Europa es prioridad en su alma de pastor, de teólogo y de misionero. Que esto no sepa mal a nosotros los latinoamericanos, ni al Africa inmensa, ni al Asia mística, ni a la poderosa América del Norte. Para el Papa, Europa no es un accidente. No es un mercado que “ya se agotó; vamos ahora a buscar otro.” Quien así razonara no habría entendido ni el poder de la gracia ni la responsabilidad que tenemos como creyentes en la obra continua del Espíritu Santo. Si el Evangelio es mercancía que salta de super-mercado en super-mercado, no es el eco de la victoria decisiva de Cristo, Rey del Universo, Primer Resucitado de entre los muertos. Apostar por Europa no es, no debe ser, una moda de un Papa europeo: es el compromiso indeclinable de todos los que comprendemos que cada paso de la gracia es de algún modo anticipación creíble de la gloria.