La Hora Fugaz

Una historia de menos de una hora

Por: Nelson Medina, O.P.

Esta es la historia de una hora que quería huir del reloj. Apenas la cosa se supo, hubo poco menos que una revolución en las tierras del tiempo. Por supuesto, las primeras en protestar fueron las demás horas. Con acento enojado una a una fueron expresando su desaprobación por lo que calificaron de inmediato como una acción “ridícula”, “inútil” y “destinada al fracaso.” En todo caso, la Hora Fugaz, como empezaron a llamarla, se mantuvo firme en su posición y se dispuso a prepararse para salir del marco del reloj.

Mientras estas discusiones se sucedían con absoluto sigilo, las cosas parecían más tranquilas que nunca en cielos y tierra. Brillantes amaneceres y majestuosos atardeceres se sucedían con regularidad y todos seguían en sus ocupaciones mirando con gesto rutinario los relojes. Todavía estaba allí aquella Hora… aunque no por mucho tiempo.

Como no parecía haber acuerdo entre las Horas sobre un tema tan delicado, hubo que buscar un árbitro que ayudara a discutir las cosas serenamente. Pero esta tampoco era una tarea fácil por la sencilla razón de que todos los candidatos a dirimir la cuestión parecían sospechosos de obtener algún provecho de lo que finalmente se acordara. “Si buscamos a un comerciante ocupado –comentó con sabiduría la Hora Primera– él no va a querer que se vaya la Hora Fugaz; muy al contrario, pretenderá que lleguen nuevas horas para poder trabajar más y ganar más.” “No te falta seso –le respondió la Hora Última– pero tampoco adelantaremos mucho si elegimos por ejemplo a un joven apasionado. Éste pretenderá que se vaya la Hora Fugaz para acortar el tiempo que le separa de su amada.” Y así pasaron muchas Horas discutiendo.

Parecía que aquello no iba a acabar nunca hasta que de repente alguien –no recuerdo quién– propuso una idea que fue ganando adeptos: “¡Llamemos al Silencio! El Silencio no saldrá ganando ni perdiendo, porque hay tiempos en que es duro callar y todos quisiéramos que las Horas se fueran, pero también hay tiempos en que es amable omitir toda palabra, como cuando queremos contemplar al ser amado.” La propuesta se impuso y llamaron al Silencio.

Como es lógico, al principio todos creyeron que el Silencio no aceptaba la misión que le proponían, por la sencilla razón de que no decía nada. Pero después entendieron que tal era su naturaleza y simplemente lo llevaron al centro de Las Tierras del Tiempo y cada cual expuso sus razones. La última en hablar fue la Hora Fugaz. A todos y todas escuchó el Silencio.

Cuando acabó de hablar la Hora Fugaz cada quien pensó que tenía la causa ganada. Pero sucedió lo único que podía suceder: el Silencio no se pronunció sobre el caso. Los oyó con inmensa atención pero no dijo nada de manera que nadie pudo saber cuál era su opinión. Con gran decepción tuvieron que organizar otra gran procesión, semejante a la que había servido para traer al Silencio hasta el centro de aquellas Tierras de Tiempo, y devolver al Silencio a su casa sin tener siquiera el consuelo de escucharle decir: “¡Gracias!”

Una nueva idea surgió entonces: “¡Preguntémosle al Tiempo mismo! ¿Quién puede saber más que él sobre los días y las horas?” Esta idea parecía aún más razonable pero el problema es que el Tiempo estaba siempre ocupado y no tenía un momento libre para dirimir problemas entre unas Horas y otras. Lo máximo que lograron fue que el Tiempo les enviara a un antiguo reloj, a manera de Delegado Plenipotenciario, para que oyera a todos, y en especial a la Hora Fugaz.

El venerable reloj, puesto en medio de tan extraña asamblea, escuchó de nuevo todos los argumentos. La última en hablar fue de nuevo la Hora Fugaz. Entonces habló él: “Creo que no puedo ser neutro en esta cuestión. Es posible que yo no sea el mejor árbitro en asunto de tanta seriedad, que sacude los cimientos mismos de todo lo conocido; digo más: de todo lo que se podrá conocer.”

Un silencio profundo llenó a aquel lugar en las Tierras del Tiempo. El reloj antiguo, sin ocultar la satisfacción de saberse tan escuchado, prosiguió:

“Aunque es posible que después de ver pasar tantas Horas sí pueda ser yo el árbitro que deseáis. Perder una hora sería como perder algo de mí, y eso significa un dolor irreparable. Y sin embargo, y tiemblo al decirlo, hay horas que yo no hubiera querido vivir.”

Los concurrentes se miraron con infinita curiosidad pero nadie osó cruzar palabra con su vecino. Siguió el reloj:

“Si estuviera en mi mano –o digo mejor, en mi manecilla– yo quisiera quitar del recuerdo de los siglos todas aquellas horas en que las tinieblas cayeron sobre la tierra, y los corazones fueron invadidos de odio y de dolor. ¿Cómo no voy a detestar la hora en que se declara una guerra, se mata a un inocente o se burla la confianza de un niño? ¿Qué más quisiera yo, sino arrancar de mi cuadrante la hora de la envidia, o la hora de la mentira, o la hora en que el dinero de los pobres se volvió dinero para nuevas armas o para lujos execrables?”

De pronto todos sintieron que la Hora Fugaz tenía más razón de lo que parecía. Pero nadie volteó a mirarla porque todos tenían sus ojos fijos en el tic-tac del antiguo y elocuente reloj, que continuó sus palabras:

“Y sin embargo, aunque parezca extraño, sé que esas horas tienen su lugar en el hilo más profundo de la vida. No lo sé explicar bien, porque me ha faltado tiempo para aprender la lección que anuncian mis propias horas, pero sí hay una cosa de la que estoy seguro: hay un hilo muy profundo que se llama la vida y no puedes alcanzar su trama más bella si pretendes quitar algo de su misteriosa secuencia. Por decir sólo algo, mis amigos: no habríamos tenido la hora feliz de la cosecha sin las horas duras de la siembra.”

Ahora todos pensaron que la Hora Fugaz estaba en un gravísimo error. Pero nadie volteó a mirarla porque sabían que el reloj aún no acababa su magnífico discurso.

“No sé entonces si sobran o si faltan horas. ¡Creedme! Yo comprendo a la Hora Fugaz. Yo entiendo que quiera irse más allá de los cauces elementales y estrechos de un cuadrante. Pero también podría preguntar: ¿no hacen falta a veces horas nuevas en los relojes? Cuando muere un papá sin haber pedido el perdón que quisiera saber pronunciar, o cuando tarda en llegar ese testigo que salvará a un inocente, ¿no necesitamos algo más de tiempo? Yo no me opongo, pues, a que haya Horas Fugaces. Sólo pido que, si ese permiso se va a dar, ¡también se permita la llegada de Nuevas Horas!”

La gente no sabía si aplaudir, reírse, discutir o callar. Sólo un murmullo se extendió por el lugar. Al murmullo siguió una sensación generalizada de perplejidad mientras se formaban espontáneos grupos que, casi sin darse cuenta, fueron alzando el volumen de la voz, ya fuera para subrayar algo de lo dicho por el reloj, ya para contradecir sus palabras. Al cabo de un rato, una auténtica gritería resonaba en las Tierras del Tiempo. Aquello parecía una casa de locos. Y de en medio de la Locura sucedió lo que tenía que suceder: se escapó la Hora Fugaz.

Al principio nadie lo notó, porque cada quien estaba muy ocupado tanto en sostener la propia opinión como en rebatir cualquier razón que se opusiera. El escándalo vino cuando la Hora Primera, como llevada de un presentimiento repentino, volteó a mirar al banquillo donde había estado la Fugaz, y lo encontró vacío. Gritó entonces a pleno pulmón: “¡Ha huido! ¡Ha huido!”; pero nadie entendía quién había huido porque aquel era un tiempo de Locura. Cuando la Sensatez fue llegando, con ella llegó la noticia trágica: ya no estaba la Hora Fugaz.

Y sucedió entonces algo admirable. El antiguo reloj tampoco estaba en su sitio –aquel púlpito elevado desde donde antes había pronunciado su discurso– sino que yacía caído por tierra. Parecía herido de muerte. Pero no lo estaba. Ahora se le veía con dolor pero con paz. En su cuadrante ya no había trece horas sino sólo las doce que conocemos.

Epílogo

El mundo se acostumbró pronto a las doce horas del reloj. Tal vez eso explique por qué son tan escasos los relatos sobre la Hora Fugaz. Mas hubo alguien que nunca olvidó estos hechos: la Hora Última. Aunque tenía fama de aguafiestas y contaba pocos amigos que pudieran convivir con su tono solemne y su ceño fruncido, en realidad la Hora Última tenía un notable espíritu de fraternidad y nunca se acostumbró del todo a la pérdida de la Hora Fugaz.

Por eso fue un día donde el Reloj Renovado y después de pedir mil excusas le preguntó: “¿Alguna vez podremos saber qué fue de la Hora Fugaz?” El reloj, que marcaba las 10 y 10, sonrío fácilmente. Se tomó su tiempo para responder:

“He sabido que la Hora Fugaz no ha dejado de correr. Buscó abrigo en la mañana y luego en la noche pero siempre le dijeron que todo estaba lleno y que no había espacio para ella. Pero no se dio por vencida. Fue a las tierras de la fantasía y allí encontró a los que tienen corazón de niños. Una antigua tradición dice que sólo ellos saben cómo vivir dos horas a la vez. Y se ha quedado ahí, danzando entre páginas y cantos, entre dibujos y sueños, entre plegarias y mimos y risas.”

La Hora Última sintió que una lágrima de gozo corría por su arrugada mejilla. Y entonces se atrevió a preguntar: “¿y podré y encontrarla alguna vez?” El reloj la miró con amor y le respondió sonriendo: “No sé si tú podrás encontrarla, pero sé que cuando tú estés por última vez, mi Hora Última, ella vendrá a besar tu frente.”