Doce Errores… (6 de 15)

Quinto Error: Disparar anatemas contra todos (1ª Parte)

Es apenas normal que el avance de los enemigos cause, no sólo dolor o rabia, sino también temor. La Iglesia, en la medida en que está compuesta por seres humanos, participa de esa “normalidad” y puede obrar a veces guiada por el miedo. En tales circunstancias su discurso y sus acciones toman una actitud defensiva.

Hay muchos modos de explicar y de justificar las estrategias defensivas; lo que yo no veo, y sobre todo, no veo en el Nuevo Testamento, es una Iglesia a la defensiva. Lo que encontramos es una Iglesia que defiende su fe no una Iglesia miedosa y en actitud defensiva.

No es tan fácil caracterizar con objetividad en qué consiste el miedo porque es un hecho que la Iglesia tiene que protegerse y proteger aun más el tesoro de la “sana doctrina.” Después de todo, las recomendaciones de san Pablo a Timoteo no fueron escritas porque sí.

“Te encargo solemnemente, en la presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a los vivos y a los muertos, por su manifestación y por su reino: Predica la palabra; insiste a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con mucha paciencia e instrucción. Porque vendrá tiempo cuando no soportarán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oídos, acumularán para sí maestros conforme a sus propios deseos; y apartarán sus oídos de la verdad, y se volverán a mitos. Pero tú, sé sobrio en todas las cosas, sufre penalidades, haz el trabajo de un evangelista, cumple tu ministerio” (2Tim 4,1-5).

¿Cómo identificar qué parte de este texto es “celo por la pureza del Evangelio” y qué parte es “miedo”? Evidentemente no se trata de separar con tijera los versículos de una o de otra tendencia. Lo “objetivo” del miedo no está en la manera como se caracteriza el error sino en el afán de caracterizar la verdad. Definir qué es lo errado es un deber; querer encasillar lo correcto es una opción, una opción que usualmente brota del miedo.

Encasillar lo correcto es pretender objetivar en fórmulas únicas lo que creemos. Tener fórmulas de la fe o símbolos de la fe es bueno; es saludable y necesario, y nuestros legítimos pastores hacen bien en proponer tales fórmulas a modo de normas para los creyentes. En cambio, pretender que ya contamos con una expresión completa, última o definitiva de lo que creemos es en realidad un retroceso: algo que nos acerca al régimen de la Ley de Moisés o al estilo hermenéutico del Corán.

Esto nos lleva derechamente al problema de los dogmas. ¿Qué es un dogma? ¿No se supone que es una “expresión completa, última o definitiva de lo que creemos”? Pues no. Los dogmas valen más por lo que niegan que por lo que afirman. Un dogma es una declaración vinculante que nos permite reconocer los “callejones sin salida,” para usar la imagen de Herbert McCabe. Si alguien dice que Cristo no es Dios se está metiendo en un callejón sin salida porque no podrá dar razón de una porción importante de textos de la Sagrada Escritura. Pero ello no significa que con decir que “Cristo es Dios” ya tengamos resuelta o entendida nuestra fe.

La verdad es que cuando decimos que “Cristo es Dios” lo que estamos diciendo es: “No cabe afirmar que Cristo no sea Dios.” Cosa que no cierra el diálogo, porque al decir que “Cristo es Dios” todavía tenemos que decir muchas cosas para no meternos en otros callejones sin salida. De hecho, no es claro a primera vista que pueda decirse que Cristo es Dios, que Cristo ora y que Cristo es uno. No estoy jugando con las palabras sino mostrando que un dogma, mucho más que un término de llegada es un nuevo punto de partida. Y en el fondo esa es la diferencia entre un dogma y una herejía: la herejía cierra la búsqueda porque te deja encerrado en la contradicción; el dogma abre, despeja el camino e invita a seguir.