Grandes Líneas

CUARTA: Nuestra Facultad de Teología nace en un doble contexto, latinoamericano y dominicano, que es muy claro. Desde allí mira con espíritu de diaconía a la Iglesia de Colombia y de América Latina. Cabe aquí lo que suele decirse: pensar globalmente y actuar localmente.

De otra parte, estrictamente hablando no somos pioneros. Hay un camino serio y respetable recorrido, con mejor o peor suerte, por otras instituciones, especialmente la Universidad Javeriana y la de San Buenaventura en Bogotá, y la Bolivariana en Medellín. Cualquier intento nuestro necesita estar en diálogo abierto y crítico a la vez con las opciones de método, los contenidos, las espiritualidades subyacentes, la orientación filosófica y las tendencias pastorales de quienes nos han antecedido, sea de tiempo atrás o recientemente. No podemos copiar servilmente pero tampoco reinventar la rueda.

Descubrir nuestro don propio tomará tiempo y requerirá grandes dosis de diálogo al interior de la Comunidad. Debemos incluir en el presupuesto que cometeremos errores y que habrá gente, adentro y afuera de la Orden, que se impaciente al descubrir que las cosas no están hechas sino que hay que hacerlas. Juicios temerarios, lamentos por las cebollas de Egipto, críticas despiadadas y exigencias de resultados inmediatos no van a faltar.

Estas cargas, tomadas en su conjunto, son muy pesadas para un solo o unos pocos frailes. Es preciso un trabajo de equipo, no sólo en cuanto a las tareas y responsabilidades sino sobre todo en aquello que da la verdadera fortaleza, que es mucho más que el talento administrativo o el deseo de proyectar una imagen. Por eso otra línea:

QUINTA: El impulso de nuestra vida intelectual, que ha de preceder y acompañar el nacimiento de nuestra Facultad de Teología, no puede desligarse de la historia contextual de iniciativas homólogas ni tampoco de un proceso de renovación en la espiritualidad, la auténtica vida fraterna y el vigor apostólico.

De manera que, si bien es cierto que la Facultad empezará su andadura administrativa y académica dentro de un tiempo, no debemos esperar todo eso para crear las condiciones y el ambiente que pueden ayudar del mejor modo a que el árbol venerable de la teología se aclimate en nuestras tierras y claustros. Eso significa: hay que hacer teología ya. Es decir: hay que escribir, hacer simposios, ciclos de conferencias, cursos breves, sesiones sobre temas particulares, y todo lo demás que concierne a la vida ordinaria de una Facultad viva.

Con respecto a lo de escribir, que a largo plazo es sin duda lo más relevante, yo pienso que necesitamos ir modelando una especie de “acuerdo metodológico realista” que nos libere de un par de barreras que nos limitan grandemente.

La primera es la idea de que el método científico es único y que la ciencia teológica se construye a imagen y semejanza de las ciencias fácticas. Aunque el asunto ha sido estudiado (y criticado) a partir de muchos puntos de vista ?desde los “niveles de abstracción” hasta la hermenéutica filosófica? parece que subsiste la idea de que el conocimiento es un asunto de parcelar la realidad, plantear hipótesis y verificarlas o falsearlas. Según este modelo no hay mucho que quede para estudiar: ya todo ha sido estudiado y casi todo está resuelto. El efecto final de tal tendencia es la concepción de que no vale la pena dedicarse a temas “fundamentales” pues ya estos están completamente “aclarados.” Así resulta que las generaciones que hemos llegado a la fe después de Europa, por decir algo, estamos o estaríamos destinados a ser “consumidores” o a lo sumo “divulgadores,” en lo que atañe a la Escritura o las Fuentes de la fe .

La segunda idea que bloquea muchas posibilidades de escribir teología es esta, que sólo con un aparato crítico y bibliográfico exhaustivo es posible decir cosas serias. En esto subyace un círculo vicioso. Hay centenares de revistas especializadas con ediciones hace rato agotadas que no están en nuestros países. Como no tenemos acceso físico usual a ellas, y como no van a ser reimpresas ni cabe pensar en fotocopiar millones de páginas, nuestros aparatos bibliográficos siempre serán pálidos y secundarios delante de lo que puede hacer sin mayor dificultad un autor que escriba en Francia, Alemania o Italia. Y como lo que se escriba va a ser secundario, quizá no vale la pena; o, si acaso se publica, pasa a ser parte de una suerte de literatura menor que no crea tradición precisamente porque lo grande y relevante sigue estando “afuera.”

Romper con estas dos ideas toma tiempo pero sobre todo requiere de una actitud nueva. De las cosas interesantes que he encontrado en Irlanda es que, siendo un país marginal, en lo que atañe a la gran tradición intelectual de Europa Occidental, ha aprendido a escribir y publicar sin complejos, y sus autores han ido encontrando nuevas vías, quizá más narrativas y menos pretenciosas, de difundir ideas que valen y que traen fruto.

Una nueva línea: