La Mujer en la Vida de la Iglesia (8 de 9)

Nuevas Perspectivas

Su conclusión hasta ahora es que ni la Biblia, ni la Tradición, ni el Magisterio autorizan la ordenación de mujeres. ¿Significa eso que ellas no tienen ese derecho? ¿Nunca lo tendrán?

Bueno, ante todo, yo espero que no sea simplemente �mi� conclusión. Uno plantea argumentos y responde preguntas razonadamente porque quiere ir más allá de las opiniones o los gustos de cada quien. Y sobre lo otro que Ud. dice, creo que con respecto a la palabra “derecho” no terminamos de aclararnos.

Hay un punto básico, y es que no puede hablarse de un derecho sino sobre la base de una determinada potencia, en el sentido que Aristóteles daba a esta palabra. Hablamos aquí de potencia pasiva, porque no es algo que el ser se da sino de algo que puede llegar a ser.

Me explico: si yo no puedo volar, eso puede ser visto de dos maneras. Si presumo que yo debería poder volar, entonces hay un derecho del que soy privado; si descubro que yo no debería poder volar, entonces no hay un derecho del que haya sido privado, ni por tanto pienso que deba explicárseme por qué carezco de tal derecho. Yo no digo que he sido privado del derecho de volar. Es decir, el derecho presupone la existencia de la potencia, es decir, de algo que es propio de mi naturaleza y que me es debido.

Por eso el punto de partida en todo este tema es si puede hablarse de una potencia (pasiva) para el ministerio ordenado en el ser humano por el solo hecho de ser humano. O con otras palabras, hemos de preguntarnos de dónde viene la potencia pasiva para el ministerio ordenado. Si esa potencia pasiva puede identificarse con el (solo) ser humano, entonces hay en todo ser humano un derecho a ser ordenado.

Ahora bien, para resolver esta pregunta contamos con el testimonio de la Escritura, con la enseñanza y la praxis de la Tradición a lo largo de la historia, y con el Magisterio vivo de la Iglesia. Y lo que encontramos es que la elección para el ministerio no sucede por la sola fuerza de la opinión de los fieles. Eso es lo que arrojan los datos, y es algo que no podemos cambiar a voluntad, y que nos lleva a preguntarnos sobre la naturaleza del ministerio ordenado, como lo hemos hecho a lo largo de estas conversaciones.

En otro sentido, nos lleva también a preguntar por el lugar de la mujer en la vida de la Iglesia. Con demasiada frecuencia se presenta el hecho de que la mujer no puede ser ordenada como una mala noticia, pero al obrar así sólo se está demostrando que los intereses de quienes querían llegar a esa conclusión se han visto frustrados. Por el contrario, un planteamiento más general y más sereno nos invita a revisar, de la mano de la Escritura y bajo la guía del Espíritu Santo, qué significa para la Iglesia el don de la feminidad.

¿Qué es el don de la feminidad? ¿El don de ser mujer? ¿Es sólo un lenguaje poético para consolar a quienes nunca tendrán un poder real en las decisiones eclesiásticas?

Presumir una intención perversa no es la mejor manera de buscar la verdad de las cosas. Además, hablar de poder en la Iglesia es hablar de algo que va mucho más allá de quién ocupa un cargo o quién firma un decreto. Como lo demuestra la historia, tanto civil como eclesiástica, existe �el trono,� por hablar en ese lenguaje, pero también existe �el poder detrás del trono.� De modo malévolo ello indica que hay siempre espacio para las intrigas, más allá de lo que aparezca en los cargos oficiales; de modo general, indica que hay un espacio inmenso para transformar el curso de los acontecimientos y que ese espacio no se limita a los cargos, las curias y las sillas episcopales.

¿Puede dar ejemplos, ojalá de mujeres?

Me complace hacerlo. Piense en la Fiesta de la Misericordia. Una humilde monja dice haber tenido unas visiones en que Jesús le pide que se instituya una fiesta litúrgica, ¡y no escoge otro día para proponerlo sino el Domingo de la Octava de Pascua! Si lo miramos en términos de poder, y de oficinas, curias, sotanas, capelos, birretes y toda la tramoya eclesiástica, Santa Faustina no tenía la menor posibilidad de lograr su piadoso propósito, y sin embargo, la Fiesta de la Misericordia es ya un hecho para todas las diócesis del mundo. El mensaje que podemos sacar de esto es sencillo: el poder no está sólo, ni tal vez principalmente, en quien finalmente firma un decreto o incluso una encíclica.

¿Y por qué entonces negar ese �poder de la firma� a las mujeres?

Porque la idea no es que, si es menos poder, entonces sí es apto para mujeres. Hablar así es menospreciar tanto al servicio o cargo eclesiástico como a la mujer.

Lo que Ud. propone, entonces, es que las mujeres se vuelvan monjas humildes como Sor Faustina, y que al cabo de los años, cuando ya estén bien muertas, se les acabe dando la razón.

No es motivo de orgullo para mí que sucedan cosas como esas; ni es motivo de orgullo que igualmente sucedan con los hombres. Las grandes reformas de la Iglesia, sean ellas propuestas o alentadas por hombres o por mujeres, han sucedido por regla general después de la muerte de los protagonistas. Casi podemos decir que un verdadero santo es siempre un hombre o una mujer que ve más allá de su propio tiempo; es alguien que se anticipa. Y aquí hay un misterio grande y fecundo, pero trae como precio ver la cosecha solamente desde el Cielo. En esto lo que marca no es el género sino la lamentable resistencia del corazón humano y la tardanza de los pueblos y comunidades en reconocer el paso del Espíritu Santo.

Volvamos, pues, a la pregunta: ¿entonces qué queda para la mujer? ¿Qué, en concreto?

Si su pregunta apunta a que yo le diga qué oficinas deberían estar en cabeza de mujeres o qué cargos de la curia vaticana debemos reservar para las mujeres, yo no tengo respuesta, ni tampoco creo que ese sea el mejor modo de responder. Precisamente lo que estoy indicando es que no es un asunto de cargos sino más bien de conversión de la Iglesia. Más que una repartición de la torta del poder, es una actitud distinta que nos ayude a pedir perdón por los abusos contra las mujeres y a descubrir en el don de la feminidad un regalo del Espíritu Santo que nos permite leer el designio de Dios Padre con ojos nuevos.

Entonces sí hay abusos y sí hay que pedir perdón…

¡Por supuesto! Es innegable que la soberbia y la vanidad han acompañado demasiadas veces a una falsa comprensión del sacerdocio ministerial. El resultado es un clericalismo de corte machista que, a la vez, teme a la mujer y la utiliza.

Desde el punto de vista de la sociología es claro que de aquí brota una motivación sociológica para mirar como detestable el sacerdocio �sólo masculino,� porque es imposible no asociar en la memoria los abusos clericales con un estilo prepotente y, en definitiva, machista. De todo ello hay que pedir perdón, pero sobre todo, hay que convertirse.

¿Y no será parte de la conversión la ordenación de mujeres?

Sobre las razones por las que la Iglesia no se siente autorizada para conferir la ordenación a mujeres ya hemos hablado antes y no vamos a repetir aquí toda la conversación anterior. El punto ahora es que la conversión a la que Dios está llamando a su Iglesia implica que el sacerdote se sepa realmente nacido del mismo amor por el que Cristo dio su propia vida a la Iglesia. Aquellos que, sin mérito nuestro, hemos recibido el don de la ordenación sacramental no tenemos otro horizonte sino el de la gratitud y el servicio a la Iglesia con el Corazón de Cristo y desde el Corazón de Cristo. Lo grave o lo malo no es que seamos hombres, quiero decir, varones, sino que eventualmente nos separemos del modo de amar de ese Varón Santo, Esposo de la Iglesia, Cristo Señor. A partir de una sincera y profunda conversión de los sacerdotes toda la doctrina del sacerdocio se vuelve clara e incluso obvia. La comunidad creyente se siente feliz de ser presidida, alimentada, e incluso mimada y embellecida por la palabra y la santidad de un verdadero sacerdote, uno que lleve el aroma de Cristo.

¿No puede llevar ese aroma la mujer?

Cristo no es propiedad del sexo masculino, y en ese sentido mi metáfora del aroma de Cristo se queda corta, lo reconozco. Yo quería referirme al don de presidir la comunidad, para el cual, según toda la argumentación presentada anteriormente, Cristo mismo ha querido tomar el símbolo de la unión del hombre y la mujer, en modo tal que el sacerdote sea un varón.

¿Y toda comunidad es femenina?

Sí.

¿Por qué?

Yo diría: porque los dones más propios de la feminidad son intrínsecamente �sumables.� El sentido de la vida y la fecundidad, el sentido de la belleza y de la emoción, todo ello es sumable, y por consiguiente, se hace cada vez más presente a medida que se unen más personas.

¿Es decir que hay algo femenino también en el hombre, en el varón?

Por supuesto; ya de eso hemos hablado cuando nos referimos a las entrañas de misericordia que ha de tener el que predica o preside una comunidad.

¿Y qué pasa con el componente �masculino�? ¿Se disuelve o se pierde cuando pensamos en una multitud?

Lo masculino aquí lo asociamos fundamentalmente con la que ya dijimos antes sobre la iniciativa, que conlleva el reconocerse incompleto e ir en busca de la mujer (�por eso dejará el varón a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer…�), con lo cual ella descubre, a su vez, un cauce a su propio ser y a su capacidad de amor y donación.

Ahora bien, es evidente que un grupo humano no puede seguir todas las iniciativas ni puede canalizar su propia fuerza y su fecundidad detrás de todas las voces. En este sentido, que es extensivo y metafórico, es natural pensar en un ingrediente masculino en quien preside a un grupo humano.

¿O sea que las madres superioras se deben masculinizar?

Es un modo muy brusco de decir las cosas pero tiene su punto de razón. Me explico: una superiora no es quien preside propiamente a su comunidad, porque ninguna comunidad femenina es una iglesia completa. La Iglesia se realiza básicamente en las iglesias locales o diocesanas y en la Iglesia universal, y una comunidad femenina no es exactamente ninguna de las dos cosas.

Eso está interesante. ¿Entonces quién preside realmente a una comunidad femenina?

Ahí se da una realidad compleja y diversificada, pero lo cierto es que el obispo del lugar, según recuerda el Derecho Canónico, tiene siempre un servicio de presidencia en las comunidades religiosas de su diócesis, con algunas excepciones históricas, que son las Órdenes de clérigos que estén exentas. Ello indica, cuando menos, que ninguna madre superiora preside completamente o en todos los aspectos a sus hermanas.

¿Entonces qué hace?

Las anima, las exhorta, les ayuda a descubrir la voluntad de Dios recordándoles, con su palabra y con su ejemplo, la presencia del Señor y las obras que ha ido realizando en otras hermanas. Este servicio puede implicar aspectos tan profundos y radicales como son su lugar mismo de vivienda y de apostolado.

¿Y aunque no preside, la madre superiora se masculiniza?

Eso lo dijo Ud., no yo.

Pero Ud. admitió que sí se daba en alguna medida…

Sí se da un afianzamiento de algunas características más propias del varón, en la medida en que una superiora local, provincial o general necesita como olvidarse de sí misma, de su mundo interior, para centrarse muchas veces en las dificultades, gustos o alegrías de las hermanas. Necesita liderarlas en un cierto sentido, estar al frente de todas con cierta objetividad y también agradarles. Todo este desprendimiento es un modo de morir a sí misma e incluso a algo de su ser femenino.

Una muerte que les gusta a muchas superioras…

No necesariamente; pero su duro comentario sirve para que recordemos algo: el tema del poder no es solamente masculino. Así como se han dado abusos de poder en los hombres, se han dado entre las mujeres.

Es decir que tampoco las religiosas son una respuesta plena a la cuestión del lugar de la mujer en la Iglesia. ¿Cuál es la respuesta?

Gracias a Dios, es variada y múltiple. Ser una mujer consagrada es o puede ser una manera muy bella de vivir lo femenino en la Iglesia. Pero ni por un momento debemos olvidar a las madres. Muy a menudo se piensa en la evangelización sólo en términos heredados del mundo empresarial: organigramas, cronogramas, agendas repletas de compromisos y una avalancha de papeles y de instructivos sobre metodología, evaluación y planeación a corto, mediano y largo plazo. Digamos que eso puede tener su lugar pero sería simplemente vanidad pretender afirmar que el Espíritu Santo sólo pasa a través de semejantes canales tan sistemáticos y ahora tan �sistematizados.� En la sencillez y la ternura de una madre que enseña un canto de la misa a su niño está aconteciendo el Evangelio.

Y además, ¿cómo olvidar a las profesoras, las catequistas, las misioneras, las enfermeras, las artistas, las abogadas, o tantas mujeres en el gobierno civil o en el mundo empresarial? No es exagerado decir que allí donde la belleza tiene algo que decir, allí donde se espera un lenguaje cargado de esperanza y de vida, allí siempre hay espacio para la mujer.

¿Es decir: donde no hacen falta muchas ideas ni muchas decisiones?

No es lo que estoy diciendo. La creatividad de la madre, el brillo y el ingenio de una buena profesora, las opciones humanas que le cambian el rostro a una empresa, o las decisiones y opciones de una artista o de una actriz pueden marcar millones de vidas. Todos esos son espacios donde el Evangelio o avanza o se estanca. Y muchas veces lo que suceda dependerá de lo que decidan hacer las mujeres.