El día que me muera

Yo estoy de acuerdo –¡cómo no estarlo!– con aquella piadosa súplica de los devocionales católicos clásicos: “¡Líbranos, Señor, de la muerte repentina!

Si place a Dios, yo no quisiera una muerte repentina; quisiera estar preparado y tener tiempo y conciencia para arrepentirme, y sobre todo para confiar más en el Señor, darle gracias y más gracias por todos sus bienes y ofrecer también ese momento último por la Santa Iglesia.

Si estar así consciente me lo permite Dios, sé que cuando llegue esa hora me sentiré triste por el bien omitido, incompleto; por el amor que no se dio y las oportunidades de gracia que se desperdiciaron. Sin embargo, pienso que va a primar la alegría y que será más fuerte la gratitud.

Me sentiré feliz del don de la fe. Es lo más maravilloso que puedo nombrar; es la puerta de todo bien verdadero porque precisamente es el comienzo de los bienes que no terminan con la muerte.

Será maravilloso pensar que durante tantos días he podido servir el Pan de la Palabra a miles de personas. Después de la alegría de conocer a Dios no hay alegría más grande que la de darlo a conocer, ¡y ambas cosas me las ha permitido Dios!

Ese día será maravilloso agradecer a Dios que me permitió traer una luz de gracia a algunos de sus hijos e hijas en esta tierra. Las sonrisas de gratitud de aquellos para los que pude ser instrumento del Altísimo son lo más bello que podré llevar de esta tierra.

Y después de esos bienes de gracia y de sacramentos, ¡cuánto para agradecer en el amor de mi familia! Los amigos y amigas no han faltado. He aprendido muchísimo de muchas personas; muchas veces me he sentido realmente amado y puedo decir que conozco también esa joya escasa y bellísima: el saberse perdonado por un ser humano; saber que alguien tiene razón en enojarse o decepcionarse de mí y sin embargo me perdona. Eso ha sido muy lindo.

Yo he visto el poder del resentimiento, la fuerza del prejuicio, los lazos de la mentira, el alcance espantoso de la calumnia, el efecto ponzoñoso de la envidia, las grietas hondas y dolidas de nuestra debilidad humana. Todo eso lo he visto. Mucho, creo que no todo, lo he experimentado en primera persona. Pero eso no destruye mi alegría. Sé que a este mundo, así enfermo y traidor, a este mismo mundo vino el Hijo de Dios, y eso me hace admirar de un modo sublime a Jesucristo y a su Madre Inmaculada.

Pienso que el día que me muera esa admiración no habrá hecho sino crecer. Dios quiera que cuando llegue la hora tenga yo algún sacerdote cerca, y si es su voluntad y puedo escoger, preferiría morir en un convento, ojalá de la Orden de Predicadores. Amén.