Una viva compasión por los que han muerto

La Semana Santa nos ofrece multitud de textos y celebraciones que invitan a la reflexión y la oración. El Cuerpo injuriado de Jesús, su Alma atribulada más allá de todo límite, su ser entero sometido a la afrenta y, a la vez, convertido en manantial de piedad y salvación para todos… ¿quién, que piense un momento en estas verdades, no se sentirá movido a profundas consideraciones sobre el rumbo que lleva en la propia vida? ¿Quién, si medita estas cosas, no dedicará un pensamiento a los que hoy siguen siendo el espejo vivo del dolor o del amor de Cristo, especialmente quienes sufren siendo inocentes o quienes sufren por amor y por amar?

Sin embargo, es fácil que olvidemos de nuestra compasión a los que ya se han ido. Y puedo apostar que nadie adivinaría en quién estoy pensando. Mis ojos se detienen en la historia tormentosa y trágica de Kurt Cobain. Fue este un hombre lleno de una cierta genialidad y marcado por dolores que no pudo o no quiso llevar. Se suicidó a los 27 años de edad, después de una carrera artística fulgurante en los medios del rock pesado.

CNN registra así el final de la vida de este hombre: En 1994, Cobain grabó su última gran canción “You Know You´re Right” (“Sabes que tienes la razón”). Un mes después de grabarla, intentó suicidarse con una sobredosis de tranquilizantes que lo dejó en coma. Pero sobrevivió, escapó del centro de desintoxicación y el 5 de abril de ese mismo año dejó una nota suicida en la que escribió que no podía aguantar ver a su hija transformarse en “el miserable y autodestructivo rockero en el que me he convertido”. Fue al invernadero de su mansión, se inyectó una dosis masiva de heroína y se disparó en la boca. Un electricista encontró su cuerpo tres días después.

Adicto, encadenado a su vicio, encadenado a experiencias de sexo intenso y vacío, ansioso siempre, adolorido, perdido; apenas con la suficiente luz para saber que su vida apestaba y que su genialidad musical no podría redimirlo jamás. ¡Mira cómo se maltrata, llamándose un miserable y autodestructivo rockero!

Detrás de él, o en sus conciertos, una generación de jóvenes aclamaba a rabiar a Cobain, probablemente porque veían en él un intérprete de sus propias angustias y vacíos. Es sabido, en efecto, que la niñez de Cobain lo preparó para la desesperación y recalentó su mente con una sensación intolerable de absurdo que finalmente le cobró la vida. Es decir: hemos de temer que detrás de Cobain, aunque sin su capacidad de congregar multitudes, muchos muchachos y muchachas se debaten entre una vida muerta o una muerte real.

Lo que más me duele es que, al recordar a este pobre despojo humano, nadie habla de oración. ¡Por Dios! Este señor lo que nunca tuvo, ni supo encontrar ni pudo dar, fue amor. Por las razones que hayan sido –no nos corresponde juzgar– no pudo conocer el amor y entonces se arrojó al vientre de la muerte. ¿No es esa la historia del mundo? ¿No es una imagen de lo que vive por lo menos una gran parte de Europa? ¿Qué queda de la vida sin la experiencia real del amor, qué queda sino ansias de morir?

No sabemos qué haya sido del destino eterno de Cobain. Yo personalmente detesto eso que no es música y que se llama “heavy” o “rock pesado.” Sé que no contiene mucho más que el grito de unos pobres desorientados. Pero también sé que ellos, y también los que han muerto, y también los que se han matado, TODOS necesitamos de la gracia del amor y de la ternura y la salvación que sólo nacen de Jesucristo.

Por eso, aunque suene extraño para un Jueves Santo, les invito a rezar por el eterno descanso de Kurt Cobain. A veces pienso que NADIE, ni mucho menos los que le aplaudían en los conciertos, NADIE oró por él con la medida que él lo necesitaba. Hagámoslo nosotros, muy unidos a las llagas de Cristo: Padre nuestro…