Izquierda y Derecha (1a. parte)

Introducción

Uno ve que en muchos países las tendencias políticas y también las eclesiales terminan decantándose hacia dos y sólo dos grandes grupos o colectivos: la �derecha� y la �izquierda.� ¿Es forzoso que esto se dé así?

No es �forzoso,� en el sentido de que no está legislado en ninguna parte. Más bien: el juego de la democracia siempre se presenta como abierto a un número ilimitado de partidos o grupos políticos. Sin embargo, no podemos ovidar que la existencia de un partido tiene razón de ser en relación con el poder. Esto hace que los procesos electorales sirvan como de �cuchilla� que separa a los contendientes con opción de los contendientes sin opción. Digamos que es como la contrapartida, del lado de los partidos, de lo que es el �voto útil� del lado de los electores. En la medida en que los electores escogen cada vez más votar para producir resultados en términos de poder, en esa misma medida los elegibles, o quienes desean serlo, prefieren aglutinarse allí donde ven una opción de acceder ellos mismos al poder. Las fusiones sucesivas de los partidos o la migración hacia los partidos con más fuerza producen entonces dos cosas: una cierta disolución del ideario, que trata de hacerse tan abierto como sea posible, y una concentración de la visibilidad política en unos pocos actores. En resumen: menos partidos y más indefinición.

Es decir: la �supervivencia del más fuerte� hace que se afiancen y crezcan los que ya son grandes. ¿No debería esto conducir a la hegemonía y no a un cuadro de dos grandes partidos, que es lo que vemos en muchas partes?

A ver: la consecución del poder es una de las fuerzas implicadas pero desde luego no es la única. Si analizamos qué es hacer una elección, es decir, en qué consiste elegir, llegaremos a lo que decía Santo Tomás de Aquino: el juicio, como operación mental, o �compone� o �divide.� Componer es ver que dos cosas convienen la una a la otra; dividir es ver que no convienen. Esta estructura, que en el fondo es tanto lógica como psicológica, hace que nuestro pensamiento avance a base de decir �sí� o decir �no.� Es natural entonces que ante un problema determinado a la larga tendemos a ver las cosas en términos de alternativas, y esto refuerza la existencia de precisamente dos partidos.

Una hegemonía, como la que se dio por décadas en México con el PRI o como la que parece darse en la Rusia de hoy no cambia lo dicho sobre nuestra percepción dual del mundo y de los juicios que hacemos sobre lo que habría que hacer para resolver un problema. Como que uno no puede creer en una democracia de un solo partido, porque eso semeja demasiado el cuadro que nos presentó Sadam Hussein, que hizo sus propias elecciones no mucho antes de ser derrocado, y desde luego tuvo más del 98% de los votos. También en el caso de una hegemonía va surgiendo eso que se llama �la oposición,� y si el proceso no es mutilado o sofocado, esa oposición engendrará ella misma un nuevo partido. Como se ve, por donde nos vayamos, estamos abocados al número dos.

¿Y con respecto a la Iglesia, que ciertamente no se caracteriza por la democracia ni por procesos de elección..?

Es que, si lo pensamos bien, lo del número dos no proviene del acto electoral como tal, es decir, de depositar votos en urnas para determinar quién gobierna, sino viene del hecho de elegir entre caminos u opciones. Y aunque no puede equipararse en todo a la Iglesia con una sociedad humana, el hecho es que, como todas las instituciones humanas, necesita buscar soluciones para los retos y problemas que enfrenta. Los parámetros de búsqueda y los medios de implementación de esas soluciones serán regulados por criterios particulares, venidos de la teología y la tradición, por ejemplo, pero el hecho de tener que abordar problemas, conflictos y desafíos finalmente produce líneas de pensamiento y de acción.

Es decir: ¿ortodoxia y heterodoxia?

No tan rápido; las cosas son más complejas, y en esto las simplificaciones no sólo no ayudan sino que pueden enturbiar el ambiente y herir mucho. Yo pienso que lo primero es partir de que la Iglesia no es una caja de respuestas. Las cosas no están todas resueltas. La interpelación del mundo y la llamada del Espíritu Santo nos mueven hacia la inseguridad muchas veces. Hay temas inéditos, hay preguntas nuevas y también hay un espacio muy grande para las sorpresas. Precisamente el riesgo de quienes se sienten felices de ser �ortodoxia� es que consideran que ya todo está aclarado en los dogmas, los manuales de los seminarios y los cánones del Derecho. Según este modelo de cristianismo, la Iglesia no tiene sino que aplicar lo que ya sabe, y si el mundo no entiende, peor para el mundo.

¿Y cuál sería el riesgo de la heterodoxia?

La heterodoxia, entendida como la búsqueda de la verdad �apropiada� para el momento apropiado, no puede ser fiel a la Palabra. Disuelve el Evangelio, lo malvende; cree que poniéndolo en la canasta de las �rebajas� se va a producir una venta milagrosa y de repente el mundo se volverá cristiano, pero, claro, con un cristianismo que no es sino la versión fácil y cómoda, la que el mundo quería oír. ¿Y qué hace el mundo? Lo sabemos por la historia del protestantismo: se traga de un envión ese cristianismo anodino y lo escupe luego en forma de fósiles, momias y burlas de lo que un día fue la fe. Un caso que raya en lo brutal es el Anglicanismo. El contexto de bufonada en que la televisión británica, por decir algo, habla de Cristo, de sus sacerdotes y de su propia Iglesia Anglicana, oprime el alma y da dolor, aunque uno no sea anglicano.

Si los dos partidos en la Iglesia no son la heterodoxia y la ortodoxia, ¿cuáles son? ¿Tradicionalistas y progresistas?

Los rótulos son siempre detestables, pero es difícil no admitir que hay tendencias que hacen énfasis en la tradición y hay otras que hacen énfasis en la renovación o cambio. Y es difícil no admitir que hay una tensión ahí, una tensión que atraviesa prácticamente todo: la formación, la teología, la liturgia, la vida consagrada… todo.

¿Se queda entonces con esos dos rótulos, a pesar de lo fastidiosos que puedan parecer?

De pronto un criterio útil, si toca hacerle el juego a los rótulos, sería usar nombres con los que se sienten identificados los que quedan así rotulados. Por ejemplo, yo pienso que un progresista no se siente mal de que se le considere y llame así; no pienso, en cambio, que la mayor parte de los que nosotros llamaríamos �tradicionalistas� se sientan bien con ese apelativo.

¿Entonces cuál para ellos? ¿Neoconservadores?

Hoy se habla bastante de movimientos neoconservadores pero es un término un poco raro en sí mismo: ¿significa �de nuevo conservadores,� tal vez? Pero, ¿qué habría de �nuevo� en conservar lo que ha sido un bien o un tesoro de la Iglesia? Creo que este es el razonamiento que lleva a rechazar ese adjetivo por parte de quienes se supone que deberían llevarlo. La �derecha� se siente más próxima a expresiones como �la Iglesia de siempre,� �la de los apóstoles,� o algo así. Entendido esto, y guardando el respeto para con todos, quizá podríamos seguir en esta conversación usando las expresiones ya consagradas y comunes de �izquierda� y �derecha.�

(continuará…)