Una nueva forma de guerra (3a. parte)

¿Es posible la comunidad?

Vemos que la sociedad basada en un estado racional y laico produce un vacío de comunidad. Para ser más precisos: el Estado moderno se concibe como un ámbito en que el individuo y la colectividad tienen sus roles, derechos y deberes claramente delimitados. El problema es que entre el individuo, en su soledad angustiosa o felicitaria, y el Estado, en su racionalidad y acumulación de poder, no queda espacio para una auténtica ecología de la comunidad. Si este aserto es correcto, lo que estoy diciendo es que el Estado, aunque no obligue al aislamiento sí lo privilegia, y con ello favorece las condiciones de cultivo de amenazas, como el terrorismo, que luego no puede controlar.

Examinemos un par de cosas.

Primera, el Estado democrático racional laico occidental resta más y más fuerza a la institución familiar. Simplemente, los niños son cada vez menos de sus papás, por obra de las leyes, el régimen y los contenidos de estudios, los estereotipos morales consentidos en los medios masivos de comunicación y los modelos diversos y a menudo extravagantes de familia que van recibiendo aprobación, desde hombre-mujer hasta todos-con-todos.

En Inglaterra ya se habla de un proyecto para que las mujeres, bajo amparo de ley estatal, por supuesto, acudan a los Bancos de Esperma a escoger las caracerístics genéticas de los hijos que quieren tener. No es parte del proyecto que alguien pregunte nada a esa mujer, a saber, si es sola, si convive sin casarse, si hace pareja con otra u otras mujeres, o lo que sea. Lo que importa ahí es el deseo puro del individuo (“¡Quiero embarazarme!“) y el control, apenas nominal del Estado.

La familia es el lugar primero de aprendizaje de la convivencia con otros seres humanos. Sin ella, toda posibilidad de asociación entre personas humanas se convierte en un ejercicio dentro de los límites de lo práctico, lo lúdico y lo lucrativo. Y tener esa idea, que asociarse es sólo compartir intereses, deja por fuera a los que no son interesantes. Y una vez que la gente va quedando “por fuera,” no por decreto sino por la fuerza de las exclusiones de hecho, resbala sin remedio hacia esa soledad irrecuperable que luego se llamará amargura, depresión o agresividad.

En segundo lugar, miremos el tratamiento que reciben las confesiones religiosas. Y en esto hay que mencionar nuevamente el tema de la ley que prohibe el velo islámico en las escuelas públicas en Francia. Sabemos que la religión ha sido en toda la historia un agente fortísimo de formación en, desde y para la comunidad. Cuando un niño o una niña no puede mostrar mayormente su pertenencia a una comunidad de fe, el mensaje es claro: “Aquí existe Francia y existes tú; todo lo demás debe plegarse.

Desde luego, un Estado que se erige como único interlocutor de los individuos, a fuerza de eliminar o minimizar todas las instancias intermedias entre el individuo y el poder estatal, ¿qué mensaje le esta diciendo a ese individuo así aislado? Le está diciendo: “¡Hágase sentir!” Teóricamente eso debería propiciarlo la política y debería tener su espacio en el libre juego de los partidos y la democracia, pero el aparato de opinión por partidos es a menudo un mamut lejano, inerte y sucio. ¿Es extraño que, a medida que la presión crece, ese individuo un día se resuelva a dañar al Estado? ¡Se le ha confinado a hablar a solas con el Estado! No lo defiendo, no lo justifico, pero una persona así puede pintar unos cuantos grafitis… o hacer estallar unos cuantos petardos.

De aquí entendemos que la reforma de la sociedad es tarea muy larga, muy dolorosa pero así también muy necesaria. Y el primer paso es que el Estado se una en defensa de todo lo que haga preferible el desarrollo de la dimensión comunitaria en un ámbito explícito de plena acogida al don de la vida, respeto y espíritu de servicio con el prójimo, y conciencia de su propia dignidad trascendente y de su destino más allá del universo visible.

De cierto, yo no leo estas propuestas mejor presentadas en otros lugares como lo encuentro en el Magisterio de Juan Pablo II. Pero Occidente quiere ser sordo a quien le habla en nombre de Cristo. Dios conceda misericordia y conversión a todos; todos la necesitamos.