Una nueva forma de guerra (2a. parte)

El anonimato

El terrorismo puede esconderse para actuar porque se apoya en la ambigüedad de una palabra muy típica de nuestra sociedad occidental. Hablo del anonimato.

Ser anónimo es ambiguo porque trae tanto ventajas como desventajas. Estas últimas suelen nombrarse primero: la soledad emocional, la sensación de falta de rumbo, la angustia existencial, por ejemplo. Pero hay ventajas también: ser solo es no tener que rendir cuentas. En el marco amplísimo de unos códigos civiles o de comportamiento como los de Europa cada quien es libre de obrar como le place, a su aire, a su apetito. Y esa idea sí que seduce por aquí, bajo el hechizo de un verbo reciente: reinventarse. El sueño sartriano de una existencia sin esencia, de una identidad peregrina de su propio impulso, de una vida sin más derrotero que su querer, eso, exactamente eso lo posibilita el anonimato. Cada uno se convierte en el dueño de su identidad, hasta límites inimaginables.

El “yo”, según este concepto, puede remodelarse, fragmentarse, quebrarse y, por lo menos en teoría, renacer indefinidas veces. Una persona puede ser de un modo en una parte y de otro en otra; puede disoverse en la multitud que vaga en un centro comercial; puede sacar su parte mística en sesiones de yoga y su parte agresiva en la pugna por los valores de la bolsa; puede desaparecer del escenario y volverse espectador del mundo que transcurre o saltar al centro del escenario en una taberna, una oficina o el dormitorio de alguien que mañana quizá ya no esté. Ese anonimato, ese juego diario con el propio yo es el diario placer de millones y millones. Y su regla primera es: anonimato. Cada quien sale o entra en las burbujas de relación humana, de interés, de afición o de culto que le parece mejor, o se sale de algunas o de todas. Se conecta o se desconecta con agilidad y eficiencia. Elige cuándo existir y de qué modo. Es la danza de la postmodernidad.

Pero ese anonimato pasa su cuenta de cobro. Resulta que alguien se ha suicidado y nadie se ha enterado. Al cabo de días el mal olor llamó la atención de unos vecinos. Sólo entonces se supo que ahí había terminado la carrera de identidades de alguno. Ahora es alguien, cuando ya no es nadie. Ya tiene un nombre; se llama cadáver.

Se dirá que es la excepción. Quizás; o quizás no. Tal vez no es una excepción, sino un anuncio. La soledad campea en Occidente. Vidas solas, muertes en soledad.

Se dirá que eso puede ser triste, mas no cambiará los códigos, las costumbres ni los controles. De acuerdo: aunque con algunos cambios, los mercados seguirán vendiendo; ya sabemos, libros de “¡Venza la soledad!” y videos instructivos; talleres y spa‘s; citas a ciegas por Internet y bares para solos.

Uno sabe, sin embargo, que se necesita más que eso. No todos los solitarios se vuelven tristes. Algunos se vuelven agresivos. Algunos cocinan su agresividad en pandillas o células guerrilleras. Algunos, ya cansados de cocinar su odio, lo hacen estallar dando muerte a inocentes. Y nadie sabía que eso podía suceder, porque todos estaban en su propia búsqueda y en el juego indefinido de su propio anonimato.

Dicho de modo más formal: la racionalidad del típico estado de derecho democrático y occidental crea un vacío que es a la vez regalo y amenaza. Es el vacío de comunidad. En ese vacío se puede organizar una fiesta postmoderna o un atentado terrorista.

(continúa…)