Una nueva forma de guerra

Lo más exasperante del terrorismo es su falta de rostro. El terrorista ni mira ni se deja ver. No sabe a quién matará su artefacto. Se emboza, a su vez; se vuelve anónimo para escabullirse entre la multitud, burlar el control y sembrar su semilla de infierno allí donde proyecta dañar con más fuerza.

El rostro del terrorismo sigue oculto así nos den nombres, como ETA o Al Qaeda, y así nos presenten imágenes de sus jefes o ideólogos. La cara del terrorismo no es la suma ni el promedio de esas caras, ya se trate de la joven palestina que se carga de bombas en un autobús en Jerusalén o la sonrisa desafiante de Bin Laden. Todos sabemos que hay algo peor en el terrorismo, algo que no sale a luz precisamente porque necesita del abrigo de las tinieblas.

Las redes terroristas son como sombras huidizas. Se acercan más a los espectros medievales que a los tiranos clásicos o a los mentes computarizadas de la ciencia ficción. No tienen la ostentación de Hitler ni la omniciencia del Gran Hermano. Si hubo un tiempo en que la Razón anunció que lo iluminaría todo, este enemigo nuevo se precia de ser difuso, burlón, inesperado. Mata antes de matar; arruina la vida de muchos antes de segar la de algunos.

G. W. Bush habló con firmeza en su momento –y era su deber hacerlo– de la lucha contra el terrorismo. Su lenguaje fue claro y creo que fue importante que hablara así a su nación. Sin embargo, uno se pregunta qué tipo de resolución puede, en el corto o largo plazo, vencer esta guerra. Sencillamente, es algo nuevo. A Hitler lo puedes cercar, pero no hay un cuarto donde quepa todo el miedo que brota de lo desconocido perverso.

A corto plazo, todos sabemos lo que se está haciendo y toca seguir haciendo, con más eficiencia, si se quiere: controles de seguridad. No se puede renunciar a ellos. Pero todos sabemos también que no hay controles suficientes para evitar con 100% de seguridad que lo del 11 de Marzo en Madrid se repita. ¿Qué? ¿Vamos a revisar todas las mochilas de todos los usuarios en todos los trenes, todos los lugares públicos, todos los cruces congestionados de todas las ciudades? Repito: en el corto plazo, hay que hacer controles, pero, como suele decirse, lo urgente no puede hacernos olvidar lo importante. Además, los terroristas han demostrado a saciedad su capacidad de vencer controles. Y la razón de su aparente superioridad es epistemológica: los controles, lo mismo que todo lo del lado de lo público, lo estatal y lo racional, tiene que mostrarse. Y todo lo que se muestra también muestra sus límites, es decir, no sólo qué puede, sino qué no puede. La información sobre qué no pueden hoy los actuales controles de seguridad es la base para los actos terroristas de mañana.

Así que la conclusión parcial es: la racionalidad de un estado de derecho no puede por sí misma vencer al terrorismo. Y con racionalidad nos referimos a: códigos civiles, policiales y penales; sistemas de información y de vigilancia; infraestructura tecnológica y medios de transporte. Todo ello puede incluso ser perversamente usado por un terrorista sagaz. Es horrible decirlo pero es una realidad: el terrorismo aprovecha las bondades de la sociedad abierta y a la vez vuelve contra esta misma sociedad los recursos de que ella dispone.

La segunda conclusión entonces puede formularse a modo de pregunta: ¿por qué suponemos que nuestros Estados racionalmente constituidos son la expresión única o privilegiada de la convivencia humana? La noción de Estado no ha surgido de la nada. Tiene su propia historia. Nace al término de un largo camino, es verdad, pero no tenemos por qué suponer que ese camino termine allí. ¿Qué garantía tenemos para decir que nuestra versión de la vida en sociedad ha alcanzado su máximo posible o su mínimo necesario para sobrevivir, por ejemplo, a esta guerra?

Yo sé bien que los hechos de terrorismo son, por su misma naturaleza, una presión para no pensar, pero dejar de pensar es sucumbir a la irracionalidad y la brutalidad misma de estos hechos, y ello es la derrota completa. A sabiendas de que pensar es en este caso un deber doblemente duro: por lo apremiante del dolor inmediato y por la certeza de la distancia que nos separa de una respuesta real y estable.

O con otras palabras: estamos obligados a empeñarnos en una tarea –diseñar, redescubrir o inventar nuevos modos de sociedad– aun sabiendo que muy probablemente no alcanzaremos a aprovechar, como individuos concretos, de sus mejores frutos, pues estos indudablemente tardarán años en madurar. Semejante tarea está erizada de dificultades dondequiera que imaginemos realizarla, pero es ardua sobre toda ponderación en esta Europa que de alguna manera ha padecido pero también disfrutado el sabor de “el fin de la Historia.” Estar en el fin es sentir el terror del abismo pero también el reposo del que ya no tiene que buscar más. Y mi opinión es que muchos en el Occidente tecnlógicamente desarrollado y políticamente consolidado tienen la sensación de que ya han llegado a la fórmula: estado democrático, laico, racional, científicamente avanzado y económicamente competitivo.

De fondo, pues, las exigencias de pensamiento nuevas que trae esta nueva guerra son un empellón salvaje que nos obliga a pensar la sociedad y a preguntarnos por el Estado.

(continúa…)