Gregory

Gregory se llama el organista de la iglesia parroquial en St. Saviour’s. Tendrá algo más de 40 años. Laico. Sencillo e introvertido. Con pinta de genio. Vive su oficio como una vocación. Se emociona tocando ese aparato, que además suena muy bien. Irradia un estilo como de pureza, que es una dicha verlo tocando para Dios. Da lo mejor de sí en cada final y trata de ponerse de acuerdo con los frailes y cantores en todo.

Gregory intenta que cada melodía vaya con el momento que se celebra en la misa. Es piadoso y muy compuesto. De porte humilde, como quien no quiere que se fijen en él sino que simplemente da lo suyo para la obra de todos. La música, sin ser del otro mundo, es oportuna, afinada y melódica.

Y sin embargo, el efecto litúrgico es apenas mediano. Eso me da pesar. La gente no canta.

Voy a decir lo que siento, aunque desde luego puedo estar errado: a mí Gregory me suena como si hubiéramos sacado a una persona de hace 50 años y la hubiéramos transportado a este instante. Hay un desfase entre ese género de impacto emocional, como son los grandes finales en órgano y lo que hoy impacta emocionalmente (y la Iglesia no puede evangelizar dando la espalda a las emociones). No podemos ser esclavos de modas, ni a todo el mundo le van a gustar las guitarras, el gospel o las baterías. Pero tampoco podemos presionar a todos a que escuchen “órgano o nada.”

Cuando celebramos los 30 años de la Constitución del Vaticano II sobre la Liturgia estas preguntas están abiertas. Necesitamos a Gregory, claro que sí, pero también necesitamos poder decir el Evangelio de modo comprensible y eficaz.