Los Grandes Amores de Juan XXIII

El Papa Bueno tenía sus grandes amores: el latín y la vida parroquial, por ejemplo. Miraba su ministerio papal como si el mundo fuera una gran parroquia. Al parecer, nunca perdió el gusto por la vida simple, franca, de corte familiar, de Sotto il Monte, su pequeño poblado de origen.

Tenía un concepto sorprendentemente sencillo de la fe, por encima de toda complicación teológica o protocolaria, y por encima también de los obstáculos que pudieran parecer insalvables a otras personas. Estaba lleno de una confianza que tenía nombre de Providencia; vivía fiado de la acción del Espíritu y de la compañía de los Santos Angeles; sabía esperar, lo mismo que sabía acoger, sonreír, perdonar y sorprender.

Creo que es uno de los pocos hombres que, gozando de tanta potestad, han tenido absoluta claridad de la autoridad como servicio. Es quizá el aspecto más hermoso y atrayente de su rica personalidad.

Como su mirada a la Iglesia era sencilla, sus propuestas eran sencillas. Dicen que varios obispos franceses, que le conocían bien por su estadía como Nuncio en París, comentaban con desaprobación las salidas del Papa Roncalli: “pas serieux“: no es serio. Tenían razón, en cierto sentido. Juan XXIII era serio para hablar del amor de Cristo; serio para buscar la unidad entre los cristianos; serio para cantar la hermosura de la paz entre las naciones, pero no se tomaba a sí mismo demasiado en serio. Sabía fascinarse ante los misterios del amor de Dios y todavía le sorprendía que Dios hiciera todo lo que hacía.

Los cristianos “duros”, los de “derecha”, se sienten incómodos con un Papa así. Pensaban entonces, y seguirán pensando, que todo ello es una “transición” y que “no es seria”. Sin embargo, la lógica de los discursos, el rigor de los argumentos, la impecabilidad de las ceremonias, la rigidez de la disciplina no funcionan por sí solos. El mundo reclama, a gritos o con susurros, un lenguaje distinto.

El problema está en que, llegados a este punto, las cosas solemos plantearlas en blanco o negro: o se aprueba el preservativo o no se aprueba; o dejamos que los casados accedan al ministerio sacerdotal o no lo dejamos; o permitimos teorías sicodélicas sobre la Eucaristía o no las permitimos. Según ese esquema, nada queda sino enunciar con claridad para luego corregir con firmeza.

Juan XXIII, por su parte, era un hombre sumamente conservador en su pensamiento. Sus declaraciones sobre el comunismo, sobre la formación sacerdotal, o sobre la liturgia eran de la más clara tendencia “derechista” y tradicional, según la nomenclatura actual. Su manera de entender la doctrina en la Iglesia era casi ingenua. Según comentábamos en otra entrada de este diario, él pensaba que lo básico ya estaba pensado y que lo que tocaba era agregarle a eso más espíritu de misericordia y celo apostólico, por un lado; y ser más sagaces y despiertos en usar los medios modernos, por el otro lado. Mas su idea de la teología no debía ir mucho más allá de la redacción de nuevos manuales con mejor letra y algunos apéndices sobre cuestiones de última hora.

Es decir: no podemos hacer de Juan XXII un santo patrono de la “izquierda” ni mucho menos de los movimientos de corte progresista en la Iglesia. Eso sería desfigurar la verdad histórica del Papa Roncalli. Tampoco, desde luego, podemos convertirlo en un modelo de “derechas”, porque no lo fue. Él mismo padeció la pedantería, la rigidez, la frialdad, la dureza antievangélica de muchos de aquellos que sentían que la Iglesia sólo necesitaba métodos más eficaces para acabar de una vez por todas con el “desorden”. ¿Cómo no iba a sentir eso él, si sabía que era un “desorden” que él mismo hubiera llegado a ser Papa?

Por ejemplo, causa ternura ver a este hombre, sencillo, casi cándido, decir a un grupo de cardenales de curia, que más parecían bronces que hombres, que había tenido una inspiración, y que esa inspiración era… un Concilio. Hablar de “inspiración”, creer que Dios da sorpresas, sonreír ante un buen chiste o recordar que hay problemas que no comprendemos y que tal vez nunca enunciaremos de la manera más apropiada; ser humildes y no defender cada palabra con una montaña de autoridad o de razones… todo eso no es el estilo recalcitrante, acusador y amargo de la típica derecha católica.

Juan XXIII es uno de esos hombres que sólo podemos llamar con el bello nombre de “regalo”. Un don del Espíritu Santo. Una caricia de Dios para la Iglesia y para toda la Humanidad.

Roncalli, te queremos mucho.