La Industria de la Caridad

De mis conversaciones con nuestro querido Jorge Serrano, jesuita colombiano, extraigo bajo mi sola responsabilidad algunas preocupaciones que miran al presente y sobre todo al futuro del ejercicio de la caridad, puesto en perspectiva más bien global.

La eficiencia y su otro rostro

El tema surge de un cierto punto que es como un cruce de caminos en el que concurren la filantropía, las ONG’s, el marketing avanzado… y el dolor de millones de seres humanos.

Y el enunciado breve del tema es: ¿Es posible la caridad cristiana, la del Evangelio, en un mundo que ha refinado y estandarizado los caminos de acceso a los centros de decisión de las personas y grupos humanos?

Supongamos el caso de una empresa, XYZ, que se dedica a “gestionar” recursos para una determinada causa, por ejemplo, los niños enfermos de herpes en el Africa ecuatorial. Por una parte, es claro que XYZ trae un “plus” de eficiencia a la consecución y distribución de los recursos, junto con una evualuación en tiempo real del manejo que se hace de los mismos. Pero, por otra parte, XYZ es ella misma una empresa, y por lo tanto está sujeta a una serie de variables externas a su labor humanitaria; variables como el crecimiento de una burocracia, el uso inadecuado de los medios tecnológicos, la lucha por el poder o por la consecución de reconocimiento… o simplemente la codicia por mejorar indefinidamente el sueldo.

Hacer de la caridad una “industria” –algo que parece prácticamente inevitable en nuestra época– comporta entonces dos series divergentes de consecuencias: eficiencia y burocracia; unión de fuerzas y desperdicio de medios; organización y competencia por el mando; presencia pública y hambre de aplausos; índices de logros y ansias de dinero.

Creo que es bueno presentar estas dos caras no sólo como un ejercicio de honestidad, sino ante todo como un ejercicio de purificación de la intención. No podemos suponer que un fin noble hará nobles los medios para lograrlo.

La proximidad

Además, está el tema de la “proximidad”.

A veces, encargar a alguien que haga una caridad a nuestro nombre es el mejor modo de lograr unos cuantos objetivos que en realidad contradicen la propuesta del Evangelio. No veo el rostro del “beneficiario”. Su cara no me acusa, no me inquieta, no me interroga. Por lo mismo, no me obliga “desde adentro” a dar más de mí.

Recordemos el caso de la parábola del Buen Samaritano. Este samaritano se encuentra “en directo” con el otro, con el desventurado. Y es el dolor de ese, que está caído, lo que lo va moviendo a nuevas obras de amor. Cuando ya no puede más por sí mismo, entonces acude al posadero, y le da el dinero. Ahora bien, la “industria de la caridad” subvierte este orden. Da el dinero… y ya. Como no hay un rostro, no hay un camino. No hay un paso adicional.

Esto es potencialmente más grave en el caso de aquellos que de algún modo son cómplices de la injusticia (¿y no lo somos todos?). Un hombre que gana millones pagando salarios injustos da una “abultada” donación de unos miles, y con ello levanta una muralla que le cierra el paso al rostro del pobre. ¿Qué pensaría Jesús?

Entendemos en este orden de ideas que el Evangelio permanece no sólo como respuesta sino ante todo como pregunta. Incluso en un mundo que pone a circular millones de dólares en ayuda a los pobres, el Evangelio nos sigue preguntando lo que Dios preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano?. No sólo, ni en primer lugar: ¿Ya le consignaste el dinero a tu hermano?, sino ¿Dónde está ÉL?.