Budapest y Dublín

Hace algo más de 21 años estaba yo en Budapest con ocasión de una Olimpiada de Matemáticas. En ese verano caluroso había poco tiempo libre porque las tensiones propias de las competencias y ejercicios de última hora no daba demasiado espacio para el turismo. Sin embargo, uno de aquellos días quedaron unas horas libres, tiempo suficiente para darse una caminata por aquellas calles centenarias, con el desparpajo y la ingenuidad propias de un muchacho de 17 años, que entonces era yo.

Y en tales andanzas me encontré una iglesia antiquísima, inmensa y solemne, gris y solitaria, más semejante a un castillo que a un lugar de fe y de vida. Para mi sorpresa, estaba abierta, y para mi mayor sorpresa, había seres vivos (y de este mundo) ahí adentro. Un murmullo se escuchaba de alguna de las naves laterales del vetusto templo, que sin duda había conocido mejores épocas.

El “murmullo” resultó ser un grupo de ancianas católicas que estaban rezando el rosario. En ese verano de 1982 no estaba yo en la cumbre de mi piedad y la religión no era centro especial de mi vida, pero ¡vaya si me impresionó ver a aquellas mujeres! Con sus pañoletas desgastadas y sus rostros ajados, con sus manos temblorosas y sus voces maltratadas, en medio de un país oficialmente ateo, estas damas tenían aliento para hacerse oír en los cielos, ya que por lo visto nadie quería ya escucharlas en la tierra.

Hoy me acordaba de Budapest y de esa iglesia en penumbra. Hungría era atea por obligación; Europa se está volviendo atea por opción. Irlanda no es lo más ateo de Europa. Hay fe, y fe muy viva, en muchas partes. Hay misiones, generosidad, profesiones religiosas, ordenaciones sacerdotales, obispos notables y familias muy bellas y bien cimentadas. No, Irlanda no es lo más ateo de Europa, pero Dios ya no es invitado en muchas casas, y ha sido arrojado por la puerta de atrás de muchas vidas.

Y por eso las iglesias de la Europa capitalista se me asemejan tanto a las iglesias de la antigua Europa comunista: también aquí veo ya esas ancianas de Budapest, como si un autobús de los cielos las hubiera traído sin interrumpir su rosario hasta dejarlas de nuevo en una iglesia enorme y medio vacía. Y descubro la sabiduría de Juan Pablo II que, consciente hasta el más alto grado de su propia misión, sabe que tanto hubo que luchar con el comunismo que negaba a Dios como con este capitalismo que desprecia a Dios.

Una mirada, entre tanto, y una sonrisa de infinita comprensión, se posó en Budapest aquella vez, y en Dublín esta mañana: la mirada de la Virgen del Dolor, la mirada serena y profunda de Nuestra Madre y Señora: María.