Manual para profesores 'cuchilla'

Daniel Samper Pizano

Cuantas veces me tentó el magisterio, deseché la idea de colocarme de profesor. Hay dos clases de educadores: los buenas personas, a los cuales los alumnos se la velan, y los cuchillas, unos ogros miserables que se hacen respetar a costa de que los odien a ellos y a sus señoras madres.

Con sólo mirarme al espejo yo sabía que mi mundo era el de los buenas personas, y por tanto iba a sufrir horrores dictando clase. Hace poco –tarde ya– encontré un libro que habría podido cambiarme la vida.

Se trata de Voy a pasar lista por orden cronológico, de Miguel Villarejo y Javier Serrano, que recoge frases absolutamente genuinas pronunciadas por grandes cuchillas del bachillerato: frases capaces de convertir a un maestro suave en Bin Laden.

Para los profesores buenas personas que quieran transformarse en émulos de Rasputín, copio –levemente adaptadas– algunos de los comentarios despectivos, crueles, provocadores que permiten construir un imperio del pánico y la humillación en clase.

“¡Cállense, que no necesito efectos especiales!”

“Y pensar, Pérez, que hasta ahora lo había considerado de la especie humana”.

“Ustedes no hacen la digestión: hacen la fotosíntesis”.

“Si pierden el examen, no se preocupen: lo bonito es participar”.

“El comportamiento de esta clase no es infantil: es fetal”.

“Como siga así, Fernández, el examen del ICFES lo va a presentar con canas”.

“Les advierto que los sistemas de tres, cuatro y cinco ecuaciones se pueden convertir en una tragedia griega”.

“A ver, señores, vamos a hablar de Enrique VIII. Escriban: una ve chiquita y tres palitos”.

“Para mañana quiero los ejercicios 1, 2, 3, 4, 5 y 6. En dos palabras: to-dos”.

“El examen que presentaron ayer estaba tan malo, señoritas, que la mejor nota fue fa”.

 “A ver, ¿cuál es la relación entre el comunismo platónico y el hegeliano? (Tras esperar un minuto sin obtener respuesta del alumno). Va bien, va bien: hasta ahora no ha cometido ningún error”.

“¿Les gustan los donuts? Muy bien: pues le voy a poner uno a cada uno en las notas de este mes”.

“Si el tablero pudiera, lloraría por las barbaridades que usted acaba de escribir”.

 “En el examen me da igual cómo pongan las tildes y las comas, con tal de que las pongan bien”.

“Voy a pedirle un favor, Martínez: si llega a la universidad, nunca diga que salió de este colegio”.

“Para concentrarse bien hay que poner cara de idiota. Muy bien, Zapata: lo logró”.

“Los burros estaban en peligro de extinción, pero ustedes están ayudando a perpetuar la especie”.

“A ver, López, cuando uno arruga la frente, o es que está en el baño o es que no entendió nada”.

“¿Qué creen, que llueve por casualidad? No. Llueve porque hoy tengo que explicarles a Descartes”.

 “Esta fórmula matemática no la voy a demostrar. Este es un colegio de curas y esta fórmula es verdad de fe, así que mejor la creen”.

“Pero, señorita, las tildes tienen derecho a la vida, como todos”.

 “El hombre es resultado de su madre y el bachillerato”.

 “Cuando yo tenía su edad, compraba dibujitos con esculturas griegas y por la tarde traducía La Ilíada”.

“Voy a averiguar qué problemas jurídicos trae pegarle a un alumno con un pupitre en la cabeza”.

 

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