Conocí al Padre Pío
Me llamo José Miguel Cenoz. Soy padre capuchino. Tengo 77 años. Actualmente, vivo retirado en Alsasua (Navarra), pero fui durante más de 30 años misionero en 26 países de todo el mundo. Desde China y Japón, hasta EEUU. Desde la placidez de mi convento navarro, cuando echo la vista atrás, doy gracias al Señor por haberme llamado a seguirle, por haber podido predicar su nombre por toda la tierra y, sobre todo, por haberme concedido la inmensa gracia de haber conocido y olido al Padre Pío, al que hoy Juan Pablo II canoniza. Porque no sólo conocí, sino que olí el perfume celestial que exhalaba. Y no en una, sino en dos ocasiones que nunca olvidaré. La primera fue el 13 de julio de 1966. Recuerdo perfectamente que el superior del convento donde vivía el Padre Pío me concedió el privilegio de saludarle en su celda. Y cuando iba, por el claustro, hacia la habitación del santo comencé a sentir un aroma tan especial que me quedé sorprendido. Cuando se lo comenté al superior, me dijo: «Es el perfume celestial que emana del Padre Pío». Unos años después, volví a sentir ese olor. Era 1971 y el Padre Pío ya había muerto. Mi hermano misionero y yo quisimos visitar su tumba. Celebramos misa, oramos ante sus restos y fuimos a visitar los lugares del santo. Mientras los recorríamos, comencé a sentir el perfume de la primera vez.
Le di un codazo a mi hermano y le pregunté: «¿No hueles
nada?». «Huelo un perfume muy fuerte y muy especial que nunca había olido». «Es
la segunda vez que me ocurre», le contesté mientras ambos tratábamos de llenar
nuestros pulmones con aquel olor misterioso, como de cielo. No puedo
describirlo bien, pero se quedó grabado para siempre en mi pituitaria. Por
buscarle algún parecido, quizás tirase un poquitín al aroma de las violetas. Por
cierto, no soy el único que lo percibió. Recuerdo a un cura filipino que, al
leer la vida del Padre Pío, sintió el perfume y entró en los capuchinos.
De mis encuentros con el Padre Pío conservo su perfume en la
mente y varias fotografías que le hice mientras celebraba la eucaristía con una
flamante cámara que me regalaron en EEUU. Recuerdo que me coloqué en el primer
banco de la iglesia. Eran las cinco de la mañana y la plaza contigua al templo
ya estaba llena de devotos del santo. Cuando abrieron las puertas, las mujeres
corrían como locas para coger el mejor sitio. Tanto es así que me tiraron al
suelo. Me levanté y me subí a una tribuna, desde donde pude hacerle fotos
(estaba prohibido) sin flash durante la consagración.
Se celebraba en latín, claro está (como se hacía en aquella
época), con una unción especial, sobre todo durante la consagración, el momento
de la eucaristía en el que el Padre Pío parecía transformarse. Caía en éxtasis
y se levantaba del suelo, un fenómeno que se conoce como levitación. Entraba en
el misterio de Dios, conocía las realidades divinas y ese amor le transportaba
a otro mundo. Tanto el éxtasis como la levitación son fenómenos muy especiales.
Es la alta mística.
También tuve el privilegio de poder visitarle en su celda. Y
digo privilegio porque hay que tener en cuenta que el acceso al santo era muy
restringido. Tanto es así que a los propios capuchinos nos estaba prohibido
visitarle sin un permiso especial del superior general de la orden, que lo
concedía a cuentagotas. Camino de su celda sentí por vez primera aquel olor tan
especial, como ya conté. Ante la puerta estaba un joven hermano que no me
quería dejar entrar. Volví a utilizar la mediación del superior del convento y
entré. Era una celda espartana. Con una cama, una mesa, un reclinatorio y un
armario. El Padre Pío estaba en la cama, descansando, porque los estigmas le
producían un dolor terrible. Desprendía un aura especial. Me preguntó quién era
y de dónde venía. Me bendijo a mí y a 200 pequeños crucifijos que llevaba y
que, a mi vuelta a Estados Unidos, devoraron los fieles de mi parroquia como si
fuesen el mejor regalo del mundo.
Lo encontré bien. Incluso diría que robusto. Y eso que sólo
se alimentaba una vez al día e ingería 400 calorías. Con una sonrisa amable y
simpática siempre en su rostro. Y eso que tenía un carácter vivaracho y hasta
se enfadaba.
Otro de los momentos que recordaré toda mi vida fue cuando
le besé las manos con las vendas que tapaban sus llagas. Sentía como si
estuviese besando las propias llagas de Cristo. ¡Me habían contado tantas cosas
de ellas! Me habían dicho que manaban un vaso de sangre al día y que los
médicos habían hecho todo lo humanamente posible para que dejasen de supurar,
pero que no lo habían conseguido. Y que durante los 50 años que las tuvo nunca
se le infectaron. Eso sí, le dolían. Cada vez que posaba los pies, sufría
horrores. Por eso, cuando yo le vi, le transportaban por los brazos dos
capuchinos jóvenes o utilizaba silla de ruedas. Una vez le preguntaron si le
dolían las llagas y él contestó: «¿Pensáis que están aquí de adorno?».
Me contaron que cuando las recibió tenía 31 años. Estaba en
el coro orando en solitario y, de pronto, los hermanos oyeron un grito horrible.
Cuando llegaron al coro lo encontraron bañado en un charco de sangre. Fue
entonces cuando el Señor le infundió los estigmas en las manos, en los pies y
en el costado. Decían que la llaga del costado tenía forma de cruz.
El Padre Pío vio la figura luminosa de un hombre y, a
continuación, cinco dardos de fuego le atravesaron en los mismos lugares de las
llagas de Cristo. El capuchino comenzó a sentir dolores en las manos, los pies
y el costado. Poco a poco, en la palma de la mano izquierda comenzó a hacerse
visible un círculo rojo que aparecía y desaparecía, según contaba él mismo y
los hermanos de la congregación que vivían con él.
Ocho años después, los dolores y los círculos se
transformaron en heridas visibles que no se cerrarían hasta el día antes de su muerte,
el 23 de septiembre de 1968. Me consta por nuestros superiores que le trataron
numerosos médicos y todos coincidieron en su diagnóstico: «Fenómeno
inexplicable». Aunque también es cierto que, durante la época en la que fue
perseguido por el Vaticano, eminentes médicos, como el mismísimo Agostino
Gemelli, fundador del Policlínico donde se operó el Papa, calificó al santo de
«un psicópata que se autolesiona, un estafador».
Otro momento de gracia inenarrable para mí fue el poder
confesarme con él. El Padre Pío pasaba unas 15 horas en el confesionario,
porque sabía que la gente esperaba hasta 15 ó 20 días para poder contarle a él
sus pecados y oír de su boca la penitencia. Y eso que el confesionario es como
una tortura. Yo pasé una vez 12 horas seguidas en él y terminé molido, porque
allí no se oye nada bonito.
Gracias a mis contactos en el convento, me colaron entre los
que se iban a confesar y viví allí unos instantes en los que me parecía estar
tocando el misterio. Se palpaba, se tocaba algo espiritual e invisible pero,
por sus efectos, tangible. Todos mis sentidos estaban despiertos y absortos en
contemplar y vivir aquella celebración. Cuando me tocó el turno, me acerqué al
santo casi con temblor. Me confesé en latín.
Recuerdo que me dijo: «Ora mucho». Salí de allí flotando y
esa vivencia jamás la olvidaré. Salí como transportado a otra realidad. Porque
el Padre Pío fue un auténtico apóstol del confesionario. Dicen que, en 50 años,
se arrodillaron a sus pies millón y medio de penitentes. Todos salían de allí
convertidos y al que no iba de buena fe lo descubría.
Yo también me había acercado a su confesionario con cierta
prevención, porque decían que el Padre Pío tenía el don de penetrar las
conciencias, es decir de descubrir el interior de tu alma. Recuerdo que, una
vez, encontré en EEUU a un americano que, durante su estancia en Italia en la
Segunda Guerra Mundial, consiguió confesarse con él. Y me contaba que el Padre
Pío, después de darle la absolución, le dijo: «Un día serás sacerdote». Cuando
yo lo conocí era un sacerdote capuchino. La profecía se cumplió.
Esa misma profecía se la había hecho antes al entonces
cardenal Montini, arzobispo de Milán. Y esta vez con intermediario y testigo,
el comandante Galetti, al que el fraile capuchino dijo un día: «Vete a Milán y
dile a Montini que será el sucesor de Juan XXIII». En el confesionario leía los
corazones y las conciencias. A más de un penitente le dijo sin conocerle:
«Vete, vienes aquí sólo por curiosidad. No profanes el sacramento del Señor». A
otros, les recordaba los pecados que omitían por vergüenza.
El santo leía en las conciencias y, además, tenía el don de
la bilocación. Nunca salió físicamente de los alrededores de su convento, pero
estuvo atendiendo a bien morir al cardenal Barbieri, en Montevideo, la capital
de Uruguay.
El Padre Pío profesó siempre una ejemplar y total obediencia
a los siete papas León XIII, Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan XXIII y
Pablo V que conoció a lo largo de su vida. Y eso que sufrió profundas
incomprensiones y hasta persecuciones por parte de algunos de ellos. Pío XI
mandó que lo confinasen en su convento de 1931 a 1933, sin poder recibir
visitas ni hablar con nadie. Ni siquiera los frailes podíamos acercarnos a él. Ya
en tiempos de Juan XXIII, volvió a sufrir el acoso de los inquisidores del
Santo Oficio, que incluso nombraron al obispo de Manfredonia para que le
vigilase y rindiese cuentas a Roma de todos sus actos.
Pero el obispo tenía una amante y el Padre Pío lo descubrió
sin que nadie se lo dijese, con lo cual el prelado le juró odio eterno y trató
de involucrarle en todo tipo de pecados y delitos. Le acusó, por ejemplo, de
acostarse con las mujeres a las que dirigía espiritualmente. Al final, Roma
destituyó al obispo y le redujo al estado laical por haber trascendido a la
opinión pública la vida licenciosa y disoluta que llevaba.
De 1958 a 1959, el Padre Pío vuelve a caer en desgracia ante
Roma. Esta vez por cuestiones económicas. Un espabilado banquero italiano,
Giufre, había conseguido los capitales de muchas organizaciones de Iglesia,
incluida la Santa Sede, ofreciéndoles pingües beneficios. Cuando el banco
quebró, El Vaticano, para hacer frente al escándalo, presionó al Padre Pío para
que le cediese el dinero líquido que, ya entonces, entraba a espuertas en su
monasterio. Ante la negativa del santo, la Curia romana intentó convertirle en
un proscrito y llegó a ponerle micrófonos en su habitación y en el
confesionario para grabar todas sus conversaciones.
El enviado de la Curia vaticana, Carlo Maccari, preparó un
informe demoledor contra el capuchino y lo depositó en la mesa del Papa: «En el
fraile reina el demonio de la impureza», «sus estigmas son fruto de la histeria
o consecuencia de agentes químicos», «su vida es sensualismo místico», «seduce
a las mujeres, compra a periodistas para que hablen bien de él, se procura
perfumes costosos y hábitos de lujo, exige comida especial».
Juan XXIII se lo cree y permite que la Curia le persiga y le
suspenda en su ministerio. Sólo al final de su vida reconoce que «es un buen
religioso» y se encomienda a sus oraciones. Pablo VI lo rehabilita, le concede
plena libertad y dice de él: «Celebra la misa humildemente, confiesa de la
mañana a la noche, hombre de oración, hombre de sufrimiento y, aunque es
difícil de entender, representante de los estigmas de nuestro señor Jesucristo».
No sé si podré ir a su canonización, porque ya soy mayor. Pero
le voy a pedir un milagro. Uno más de los muchos que hizo y hace. Porque son
miles los milagros atribuidos al Padre Pío. El propio Karol Wojtyla, entonces
arzobispo de Cracovia, le escribió una carta contándole que Wanda Poltawska,
una señora amiga suya, madre de cuatro hijos y que había estado confinada en
los campos nazis, estaba enferma de cáncer. Y le pidió que rezara por ella. Dicen
que, al terminar de leer la carta, dijo: «A éste no se le puede decir que no». A
los pocos días, la mujer quedó inexplicablemente curada. En 1967, la propia
Wanda va a San Giovanni para asistir a una misa del Padre Pío. Al terminar la
celebración, éste se dirige con paso decidido hacia ella, le sonríe, le
acaricia la cabeza y, mirándola a los ojos, le dice: «Ya estás bien, ¿verdad?».
En la noche del 20 de junio de 2000, Matteo Pío Colella, un
niño de 7 años, ingresaba en la unidad de cuidados intensivos del hospital Casa
de Alivio, a causa de una meningitis fulminante. Los médicos le desahucian. Esa
misma noche, su madre participa en una vigilia de oración, junto a varios frailes
capuchinos, al término de la cual el niño mejora repentinamente. Al despertar,
Matteo asegura que ha visto a un anciano con barba blanca y vestido marrón que
le prometió que se iba a curar. Era, seguro, el Padre Pío. Este milagro,
reconocido oficialmente por la Iglesia, le ha abierto las puertas de la
santidad a un hombre que ya en vida fue aclamado como santo.
El día de su elevación a la gloria de Bernini yo también le
voy a pedir un milagro: que cambie el corazón de una prima carnal que, hace muchos
años, se hizo de los Testigos de Jehová, que es lo más horrible que le puede
suceder a una persona. Hace algún tiempo que está leyendo la vida del Padre Pío.
Y la verdad es que la lee con fruición. Ésa es buena señal. Por eso, el día de
su canonización le voy a pedir que remate la faena y que mi prima vuelva pronto
a la fe católica. Con eso me conformo.
Con eso y con que, cuando llegue mi hora, me acoja en el
seno del Padre, para gozar eternamente de aquel perfume celestial. Algo de lo
que estoy seguro, porque el Padre Pío dejó escrito: «Cuando muera pediré al
Señor que me haga descansar a las puertas del Paraíso y no entraré hasta que no
haya entrado el último de mis hijos espirituales».