Conversación No. 2:
Vida Espiritual, Humildad Y Fe

22. Fray Nelson, cuando se habla de santidad siempre sale a relucir la virtud de la humildad. Pero, ¿se puede ser humilde en el mundo de hoy que reclama competitividad, eficacia y una gran autoestima?

Yo no creo que el problema de la humildad sea del mundo de hoy. Un recorrido por la historia antigua o reciente nos convencerá de que ser humilde nunca ha sido precisamente “popular”. Por otra parte, no olvidemos que en el cristianismo hay un llamado intrínseco hacia la excelencia, de modo que no podemos confundir humildad con mediocridad o con pobreza de miras.

23. Entonces, ¿en qué se parecen y en qué se diferencian la propuesta cristiana y la propuesta “pagana”?

Nuestra fe nos invita a amarnos, pero no de espaldas a Dios. De hecho pienso que hay que decir bien claro y bien alto que todo humanismo que excluya a Dios está traicionando al hombre. Este es un pensamiento que Juan Pablo II ha predicado con frecuencia. Las aspiraciones más profundas del corazón humano apuntan hacia Aquel que no puede ser reemplazado por ninguna creatura, ni siquiera por otro ser humano.

Digo esto, porque el “amarse a sí mismo” según el mundo supone excluir a Dios, con odio o con indiferencia, y desde luego esta es la primera y más notable diferencia con la propuesta cristiana.

24. ¿Qué otra diferencia hay?

El amor “mundano” a sí mismo supone la exclusión del prójimo: que yo gane significa que tú pierdas. Por ello la competitividad hace de cada hombre un potencial adversario, con las fatales consecuencias que esto trae.

En otro sentido, el amor a sí mismo “según el mundo” resalta y subraya ante todo las dimensiones físicas, materiales y corpóreas. Cuando a una persona se le habla en al publicidad de “quererse”, casi invariablemente el significado implícito es: “mime su cuerpo”, “mejore su figura”, “despierte sus sentidos”, “disfrute de su dinero”, o cosas parecidas. Las dimensiones más profundas del ser humano, como por ejemplo, el intelecto, la forja del propio carácter, el cultivo de la generosidad, la ternura, la solidaridad y sobre todo la misericordia se dan por excluidas.

25. Quisiera volver a la cuestión de la competitividad: ¿existe una manera de “competir” que sea compatible con el Evangelio de Jesucristo?

¡Desde luego! San Pablo habló de su propia “competencia”, en 1 Co 9,25-27: “Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado.

Lo característico de este esfuerzo, sin embargo, es que no se realiza contra Dios, sino como un despliegue de la fuerza de amor que Dios mismo nos da con su gracia; y no crece cuando el prójimo se rezaga, sino que quiere, como lo quiere Dios, que “todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2,4); y además, es un esfuerzo que no se centra en lo físico ni lo material (tampoco lo desprecia ni lo condena) sino que eleva su meta hacia los ideales más específicamente humanos.

26. Hasta ahora Ud. nos ha hablado más de lo que no es la humildad, pero entonces: ¿qué sí es la humildad, y por qué es tan importante para la vida espiritual?

Me resulta más sencillo empezar por la segunda de sus dos preguntas. Hay varios textos bíblicos que nos ilustran en este sentido. Uno que particularmente me impactó desde que lo oí por primera vez es aquel de Isaías: “Pues en esto he de fijarme: en el mísero, pobre de espíritu, y en el que tiembla a mi palabra.” (Is 66,2)

27. Antes de que continúe con otros textos, una pregunta quizá poco respetuosa: ¿Qué clase de Dios es ese que necesita del abajamiento del hombre? ¿No fueron esos los textos que llevaron a Nietzsche a afirmar que la moral cristiana era una moral para esclavos?

A ver: reconozco que la formulación resulta chocante, pero a veces un poco de “choque” es bueno. Nadie dijo que Dios venía simplemente a aprobar lo que somos y lo que hacemos.

Yo también quisiera hacer una pregunta, que puede parecer ingenua: ¿A quién puede fastidiarle un texto así, y por qué? Evidentemente, no al que se siente abatido por las circunstancias o humillado por otros hombres, pues este sería “el mísero, pobre de espíritu”. Para este tal, las palabras de Isaías son una buena noticia: “¡Dios sí que conoce lo que me está sucediendo!” Dígase otro tanto de aquel que “tiembla” ante la palabra de Dios. A este se le está diciendo: en ti Dios pone su mirada, y esto también es una buena y grande noticia.

Ahora pensemos en alguien que siente o cree sinceramente que no necesita de nadie, o por lo menos no necesita de Dios. ¿Le importaría a una persona así lo que hemos citado del profeta Isaías? Yo creo que no. Una persona que creyera de modo absolutamente sincero que Dios no le importa no debería, en buena lógica, preocuparse por lo que ese Dios tiene para decirle o para objetarle.

Aunque si en el fondo de su conciencia presiente que Dios sí existe y que sólo Dios es el Señor, y que los imperios que está levantando caerán porque no tienen verdadera base, entonces Isaías 66 tiene que fastidiarle, pero tal fastidio es bueno, porque es saludable.

28. Un momento: queda el caso, próximo a Nietzsche, de aquel que no cree que esa palabra le importe, pero se exaspera de ver que una institución, en este caso, el cristianismo o la Iglesia, al considerarse como vocera o representante de ese Dios, humilla y abaja al hombre, haciéndole creer que esa es la única forma de llegar hasta el Cielo...

Ciertamente el riesgo existe, y creo que se han dado excesos. No podemos olvidar que la Iglesia peregrina está llamada a conversión, pues si ya fuera perfecta no sería peregrina...

Mas al respecto hay dos cosas útiles de aclarar: primera, que el texto mismo, lejos de avalar esas actitudes prepotentes de los eclesiásticos, o de quien quiera que se trate, nos pone en guardia contra ellos, como indicando que se apartan de Dios quienes así obran, no importa cuántas investiduras tengan o aleguen.

Segunda aclaración, que la Biblia entera es lo más iconoclasta del mundo. Precisamente Isaías es uno de los grandes modelos del vigor y la libertad de la palabra profética, que en últimas es “palabra de Dios”. Las interpelaciones de Isaías a Ajaz o a Ezequías no tienen nada de adulación ni de servilismo; más bien son muestras potentes de cómo toda institución humana, incluso si tiene algún carácter sagrado, debe servir a Dios y a la salvación del hombre.

Es decir que la mejor respuesta a Nietzsche en esta materia, respuesta también a quienes siguen consciente o inconscientemente una postura semejante, es decirle: lee bien lo que lees; quizá lo que tú criticas es puerta de salvación y de vida para ti y para otros.

29. Si estoy entendiendo bien, ¿significa eso que las palabras sobre la humildad hemos de entenderlas como invitación a reconocer una necesidad que ya está en nosotros?

¡Exactamente! El “temor de Dios” no nace de que Dios me amenace, sino del descubrimiento, pavoroso pero fecundo, de mi radical indigencia. Con ese descubrimiento cae por tierra toda la soberbia pretensión de construir un imperio a espaldas o en contra del Dios que me ha creado. Con ese descubrimiento viene también una mirada nueva a mi hermano: él es otro necesitado; requiere de mí, como yo también de él.

Sin embargo, los bienes más grandes de la humildad no están en su “utilidad”, sino en el hecho mismo de abrir el corazón a la gratitud. “Dios no tenía que crearme”: este pensamiento, cuando ya se ha hecho el “descubrimiento” de que vengo hablando, mueve al alma a profunda agradecimiento y la dispone para la alabanza, la alegría y el testimonio.

30. Todo, pues, empieza en el conocimiento de uno mismo. ¿No es lo que dice el budismo?

Ud. sabe que una parte muy importante de mi formación espiritual la debo a Santa catalina de Siena, la dominica seglar del siglo XIV. Pues bien, ella enseña profusamente que todo el camino de la vida espiritual empieza con el conocimiento de sí mismo.

En cuanto a lo del budismo, y otras religiones orientales, hay diferencias básicas. Todo conocimiento surge y depende de una luz. El ser humano, de hecho, puede ser conocido a la luz de diversas consideraciones y enfoques, por ejemplo, el que da la perspectiva del médico, o el del sociólogo, o el del filósofo. No todos estos conocimientos son de suyo “salvíficos”, aunque todos sean útiles, bellos y saludables.

Desde nuestra perspectiva, en este caso deudora de la formulación de Catalina de Siena, la luz fundamental es la que ofrece la vida, las palabras, los hechos, la pasión y la pascua de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso el conocimiento de sí no se resuelve en puro ensimismamiento, ni en una especie de inmersión en la nada, cual sucede en el budismo.

31. ¿Y la psicología? ¿Puede ella ayudar a ese conocimiento “salvífico” y por consiguiente a la humildad espiritual y a la santidad?

En principio, sí, claro está, pero hay que tener en cuenta que hay más de una corriente psicológica. Personalmente lamento el sesgo de autosuficiencia y de racionalismo que me parece que padecen la mayor parte de las escuelas de psicología.

Esta ciencia, humana por excelencia, debería ser, en mi criterio, la que de modo más próximo levantara la mente hacia el lenguaje de Dios. Me temo que no sucede así, y creo que en ello hay numerosas responsabilidades repartidas. Está todo el drama de la división entre la Iglesia y la ciencia moderna. Seríamos ingenuos si pretendiéramos que todas las culpas están afuera de la Comunidad creyente.

32. En el caso concreto de la psicología, que en cuanto ciencia requiere del ejercicio de la razón, ¿dónde está la frontera entre lo razonable y lo racionalista?

He aquí una pregunta difícil y profunda. No pretendo agotar el tema que subyace a ella, pero sí quisiera decir algo.

Es importante ante todo que afirmemos sin ambages que el límite entre lo razonable y lo racionalista no está en una cuestión de grado, es decir: no vale aquí afirmar que lo racionalista surge cuando se da un “exceso” en el uso de la razón.

33. ¿No es así, acaso? Uno escucha y ha leído invitaciones a “no pensar tanto” las cosas de la religión, y es frecuente que se opongan “pensar” y “creer”...

Así sucede, es verdad, pero no tiene que ser así. El racionalismo peca en cierto sentido por una falta de uso de la razón. Soy en esto plenamente discípulo de Santo Tomas de Aquino, que afirma que la fe no es una cancelación de la inteligencia, sino una perfección suya. La fe no humilla al entendimiento, sino que lo levanta.

Además, Dios es un Dios de verdad y de la verdad. Cuando el Papa León XIII abrió los archivos vaticanos a las pesquisas de los investigadores dijo una frase memorable, que se lee ya en Job: “Dios no necesita nuestras mentiras” (Job &&). No significa esto que la Iglesia se hubiera defendido con mentiras, sino que tiene en la verdad su mejor aliado.

34. Lo de la verdad está muy bien, pero con respecto a la fe, uno cree lo que no ve o lo que no entiende, pues si lo entendiera completamente o lo viera claramente, no tendría que creerlo.

Fue sobre todo Sören Kierkegaard, pienso yo, quien difundió más ampliamente la idea de que la fe es una especie de “apuesta”, razonable sólo en el sentido de que se enuncia en un terreno donde ya no hay luces de la razón. Leí no hace mucho Los porqués de un escriba filósofo, de Martín Gardner, que toma precisamente esa posición.

La cosa se plantea en estos términos: la razón humana puede iluminar una multitud ingente de problemas, pero para las cuestiones “últimas” se queda radicalmente corta. De acuerdo con esta posición, no tenemos ni tendremos evidencia racional última sobre asuntos tan importantes como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Según Gardner, y seguramente muchos otros, uno que crea en esas solemnes afirmaciones no debería intentar probarlas racionalmente, sino limitarse a mostrar que no es irracional acogerlas. En un esquema así, el creyente es alguien que apuesta, en un sentido bastante literal de la palabra. Se trata de una versión remozada del deísmo del siglo XVIII, y así lo reconoce, no sin cierto orgullo, el mismo Gardner.

Una consecuencia que entonces surge claramente es que no es posible (ni razonable) ningún genero de “evangelización”. Este “dios” del deísmo, sólo lejana aproximación nocional del Dios cristiano, es como una estrella pálida cuya única función parece ser no dejar en completa tiniebla los rincones oscuros del alma humana. Es un “dios” que, como otros ya han dicho, en cierto sentido se alimenta de nuestra ignorancia, en la medida en que presupone para su existencia aquello que resulta impenetrable a nuestra mente.

La fe cristiana no es eso. Frente a la angustia inarticulada de algunas versiones del existencialismo, se levanta ante todo el testimonio del apóstol san Juan. El día de la resurrección todo este cuarto Evangelio queda resumido en una expresión densísima: “y vio, y creyó” (Jn 20,8). La frase tiene por sujeto al “discípulo amado”, imagen de todos los creyentes.

El deísmo tiene que hacer de la fe una apuesta porque no tiene adónde ver. Nosotros, en cambio, a partir de la Encarnación del Hijo de Dios, tenemos adónde dirigir nuestros ojos. En esa carne, en esa historia, en ese testimonio reposa nuestra mirada, y apoyada allí se siente convocada, atraída, movida a afirmar mucho más de lo que ve. Entonces alcanza, o mejor: es alcanzada por el don de la fe.

35. ¿Podemos decir, entonces, que la fe surge de un proceso, aunque no se trate de una “deducción” racional?

De acuerdo, siempre que añadamos un par de anotaciones. Primera: no deberíamos ver ese “proceso” como una cuestión solamente humana. Por eso quise añadir al final de la respuesta anterior: “es alcanzada” por el don de la fe. La fe permanece radicalmente como un “don”, sólo que este don tiene una especie de garantía de ser otorgado, en la medida en que el Señor Jesucristo quiso unir por la gracia del Espíritu su presencia gloriosa al testimonio de sus discípulos en el mundo.

Segunda: la razón no tiene que dejar de obrar en ninguna parte del proceso. Lo que debe dejar de obrar, porque estorba, es la pretensión irracional de que uno mismo puede darse todo lo que requiere la plena realización de su ser como persona humana. Es humildad de la inteligencia reconocer claramente que esto no es así, y por tanto, abrirse a Aquel que más nos conoce y mejor nos ama.


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