El Cristo del Océano

 

ANATOLE FRANCE

 

Aquel año varios hombres de Saint-Valéry que habían salido a pescar, se ahogaron en el mar. Sus cuerpos, arrojados por las olas, fueron encontrados en la playa junto con los restos de los barcos y, durante nueve días, por la carretera empinada que conduce a la iglesia, se vieron féretros llevados a hombros, seguidos por las viudas que lloraban, envueltas en grandes mantos negros, como mujeres de la Biblia.

 

Colocaron al patrón Juan Leonel y a su hijo Desiré en la gran nave, bajo la bóveda en la que habían suspendido hacía poco como ofrenda a Nuestra Señora un navío con todos sus aparejos. Eran hombres justos y temían a Dios. Y Guillermo Truphéme, cura de Saint-Valéry, al bendecirlos, dijo con una voz dominada por las lágrimas:

 

Jamás se llevaron a tierra santa, para esperar allí el juicio de Dios, hombres mejores ni mejores cristianos que Juan Leonel y su hijo Desiré.

 

Y mientras perecían en las costas las embarcaciones con sus patronos, grandes navíos zozobraban en alta mar y no había día en que el océano no trajese algún resto. Así, pues, una mañana, unos niños que conducían una lancha, vieron una figura que flotaba en el mar. Era la imagen de Jesucristo del tamaño de un hombre, esculpida en madera y pintada al natural; parecía un trabajo antiguo. La figura de Cristo flotaba en el agua con los brazos abiertos. Los chicos sacaron la imagen a la playa y la llevaron a Saint-Valéry. El Cristo tenía la frente ceñida por la corona de espinas; sus pies y sus manos estaban taladrados.

 

Pero faltaban los clavos y también la cruz. Con los brazos abiertos aún para ofrecerse y bendecir, Cristo aparecía tal como lo había visto José de Arimathea y las mujeres santas en el momento de darle sepultura.

 

Los chicos entregaron la figura de Cristo al cura Truphéme, el cual les dijo:

 

Esta imagen del Salvador es de un trabajo antiguo, no cabe duda que quien la hizo ha muerto hace mucho tiempo ya. Aunque los mercaderes de Amiens y de París venden ahora por cien francos e incluso por más, estatuas admirables, es preciso reconocer que los obreros de antaño también tenían mérito. Sobre todo me alegra pensar que si Jesucristo ha venido, con los brazos abiertos, a Saint-Valéry, es para bendecir la parroquia castigada de un modo tan cruel y anunciar que se apiada de las pobres gentes que van a pescar, exponiendo sus vidas. Es el Dios que andaba sobre las aguas y bendecía las redes de Cefás.

 

Y el cura Truphéme, después de haber mandado colocar al Cristo en la iglesia sobre el paño del altar mayor, fue a encargarle al carpintero Lemerre una hermosa cruz de roble.

 

En cuanto estuvo hecha la cruz, clavaron en ella la figura de Cristo con clavos nuevos y la erigieron en la nave, por encima del banco de fábrica.

 

Entonces se vio que los ojos del Cristo estaban llenos de misericordia y como húmedos de una piedad celestial.

 

Uno de los fabriqueros, que asistía a la colocación de la cruz, creyó ver las lágrimas deslizarse por la faz divina. A la mañana del día siguiente, cuando el señor cura entró en la iglesia acompañado del monaguillo para celebrar la misa, se sorprendió mucho de encontrar la cruz sin la figura por encima del banco de fábrica y a Cristo sobre el altar.

 

En cuanto hubo celebrado el santo sacrificio, mandó llamar al carpintero y le preguntó por qué había desprendido la figura de Cristo de la cruz. Pero el carpintero respondió que ni siquiera lo había tocado; tras de haber interrogado al pertiguero y a los fabricantes, el cura se aseguró de que nadie había entrado en la iglesia desde el momento en que habían colocado a Cristo por encima del banco de fábrica.

 

Entonces tuvo la sensación de que aquello era maravilloso y meditó. Al otro domingo, desde el púlpito hablo de lo ocurrido a los feligreses y les rogó que contribuyeran con sus donativos a la fabricación de una nueva cruz más bella y más digna de Aquel que redimió al mundo.

 

Los pobres pescadores de Saint-Valéry dieron todo el dinero que les fue posible y las viudas entregaron sus anillos. De manera que el cura pudo ir en seguida a Aveville para encargar una cruz de ébano, muy brillante, que tenía en lo alto una placa con la inscripción INRI en letras de oro. A los dos meses de aquello, la colocaron en el lugar de la primera y clavaron la figura de Cristo entre la lanza y la esponja.

 

Mas Jesucristo abandonó esta cruz lo mismo que la otra y fue, durante la noche, a echarse sobre el altar.

 

El sacerdote, encontrándoselo por la mañana sobre el altar, cayó de rodillas y rezó largo rato. Los rumores acerca de este milagro se extendieron por los alrededores y las señoras de Amiens hicieron una colecta para el Cristo de Saint-Valéry. El señor cura recibió de París dinero y joyas y la señora del ministro de Marina, Hyde de Neuville, le envió un corazón de diamantes. Con todas estas riquezas, un orfebre de la calle de Saint-Sulpice compuso, en dos años, una cruz de oro y pedrería, que se consagró con gran pompa en la iglesia de Saint-Valéry, el segundo domingo de Pascua Florida del año 18... Pero Aquel que no había rechazado la cruz dolorosa, huyó de esta cruz de tanto valor y fue de nuevo a echarse sobre el paño blanco del altar.

 

Por miedo a ofenderlo, dejaron al Cristo allí y, ya habían transcurrido dos años, cuando Pedro, el hijo de Pedro Caillou, fue a decirle al señor cura que había encontrado en la playa la verdadera cruz de Nuestro Señor.

 

Pedro era tonto y, como no estaba en sus cabales para ganarse la vida, le daban pan por caridad, y le querían porque nunca hacía nada malo. Pero solía hablar sin ilación y nadie le escuchaba.

 

Sin embargo, el sacerdote, que no dejaba de meditar sobre el misterio del Cristo del Océano, se asombró de lo que acababa de decirle el pobre insensato. Se dirigió, acompañado del pertiguero y de dos fabricantes al lugar en que el niño decía haber visto una cruz y halló dos tablas, guarnecidas de clavos, que el mar había arrojado hacía tiempo y que, en efecto, formaban una cruz.

 

Eran los restos de un antiguo naufragio. Se distinguían aún en una de estas tablas dos letras pintadas en negro, una J y una L: no cabía duda de que eran los restos de la embarcación de Juan Leonel, que había perecido en el mar con su hijo Desiré, cinco años atrás.

 

AI ver esto, el pertiguero y los fabricantes se echaron a reír del chiquillo inocente que tomaba las tablas destrozadas de un barco por la cruz de Nuestro Señor Jesucristo. Pero el señor cura interrumpió sus burlas. Había meditado y orado mucho desde la llegada al pueblo de los pescadores del Cristo del Océano y el misterio de la caridad infinita comenzaba a aparecérsele ya. Se arrodilló en la arena y rezó por los fíeles difuntos; luego, ordenó al pertiguero y a los fabricantes que llevasen a hombros aquellas tablas y que las depositasen en la iglesia. Cuando lo hubieron hecho, el cura cogió del altar al Cristo, lo colocó sobre las tablas de la embarcación y lo clavó con los clavos oxidados por el mar.

 

Por orden suya, esta cruz tomó, desde el día siguiente, el lugar de la cruz de oro y pedrerías. El Cristo del Océano no se ha desprendido nunca de ella. Ha querido permanecer sobre aquella madera en la que murieron unos hombres invocando su nombre y el de su Madre. Y ahí, entreabriendo su boca augusta y dolorosa, parece decir: «Mi cruz está hecha de todos los sufrimientos de los hombres, pues soy, en verdad, el Dios de los pobres y de los desdichados».

 

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